Cuando iba al cine de joven era para sentirme identificada con la
protagonista de la película. Cuando en mi vida no había un ápice de amor me
metía en una sala oscura con un cargamento de palomitas a experimentar los
besos de los demás, sin importarme el guión o el actor. Cualquier cosa me
permitía desconectar de mi vidorria, me lo tragaba todo. Era una necesidad
básica de supervivencia. Aquello llenaba mis tanques de energía vital. Luego me
fui volviendo exigente y selectiva y ya me cuestionaba todo lo que veía. Por
ejemplo, el amor en el cine no es desde luego como el amor de la calle. Para
empezar no hay banda sonora cuando te enamoras en un bar o cuando te besan, los
violines no brotan de las esquinas, y tampoco tu chico suele ser como el chico
de la gran pantalla sino un poco más tonto y menos empático. Mirar una película
en aquel entonces era escabullirme cerebralmente durante un rato (lo cual no
estaba nada mal porque me tenía agotada a mí misma en ese aspecto), y sentir a
través de una historia artificial lo que jamás podría soñar que me ocurriera
por haber nacido bajo los nombres de Rosa Primitiva Iluminada.
Desde la adolescencia y hasta mis años veinte iba al cine Verdi de
la calle verdi dos o tres veces por semana. Siempre era el mismo cine a la
misma hora y en la misma butaca si me apuras. Yo me sentaba en algún sitio
equidistante de la fila siete. En una de las butacas grabé mi nombre con pintalabios
rojo una vez que me sentí vanidosa y quise dejar huella. Escribí “Aquí lloró
Rosa”.
Me gustaba mi guarida porque sabía que las historias que allí se contaban eran muy parecidas a las vidas de mis vecinos, no como en otros cines donde sólo habían películas taquilleras de tiros y finales aptos para cardíacos. A mí me gustaban las novelas de a pie, dramáticas, verosímiles, vaya, y en aquel cine solían serlo. En alguna ocasión salía de allí en shock, asimilando las incongruencias de un guión muy insólito que daba que pensar, y luego escribía sobre aquello en mi diario. Escribía mi propia crítica a base de comentarios ásperos cuando no se entendía lo que allí ocurría: “la parte en la que ella corre desesperada por la playa es irrelevante porque nadie la perseguía, a no ser que huyera de su propia sombra. Ridículo.”
Las grandes estrellas de otros cines me resultaban risibles e incongruentes, todo mentira desde los créditos iniciales. En cambio, los actores desconocidos del cine Verdi, con sus caras asimétricas y sus vidas virulentas, legítimas, me daban la certeza de que bien habrían podido existir de verdad.