martes, 25 de septiembre de 2012

EL CINE VERDI





Cuando iba al cine de joven era para sentirme identificada con la protagonista de la película. Cuando en mi vida no había un ápice de amor me metía en una sala oscura con un cargamento de palomitas a experimentar los besos de los demás, sin importarme el guión o el actor. Cualquier cosa me permitía desconectar de mi vidorria, me lo tragaba todo. Era una necesidad básica de supervivencia. Aquello llenaba mis tanques de energía vital. Luego me fui volviendo exigente y selectiva y ya me cuestionaba todo lo que veía. Por ejemplo, el amor en el cine no es desde luego como el amor de la calle. Para empezar no hay banda sonora cuando te enamoras en un bar o cuando te besan, los violines no brotan de las esquinas, y tampoco tu chico suele ser como el chico de la gran pantalla sino un poco más tonto y menos empático. Mirar una película en aquel entonces era escabullirme cerebralmente durante un rato (lo cual no estaba nada mal porque me tenía agotada a mí misma en ese aspecto), y sentir a través de una historia artificial lo que jamás podría soñar que me ocurriera por haber nacido bajo los nombres de Rosa Primitiva Iluminada.

Desde la adolescencia y hasta mis años veinte iba al cine Verdi de la calle verdi dos o tres veces por semana. Siempre era el mismo cine a la misma hora y en la misma butaca si me apuras. Yo me sentaba en algún sitio equidistante de la fila siete. En una de las butacas grabé mi nombre con pintalabios rojo una vez que me sentí vanidosa y quise dejar huella. Escribí “Aquí lloró Rosa”.

Me gustaba mi guarida porque sabía que las historias que allí se contaban eran muy parecidas a las vidas de mis vecinos, no como en otros cines donde sólo habían películas taquilleras de tiros y finales aptos para cardíacos. A mí me gustaban las novelas de a pie, dramáticas, verosímiles, vaya, y en aquel cine solían serlo. En alguna ocasión salía de allí en shock, asimilando las incongruencias de un guión muy insólito que daba que pensar, y luego escribía sobre aquello en mi diario. Escribía mi propia crítica a base de comentarios ásperos cuando no se entendía lo que allí ocurría: “la parte en la que ella corre desesperada por la playa es irrelevante porque nadie la perseguía, a no ser que huyera de su propia sombra. Ridículo.”

Las grandes estrellas de otros cines me resultaban risibles e incongruentes, todo mentira desde los créditos iniciales. En cambio, los actores desconocidos del cine Verdi, con sus caras asimétricas y sus vidas virulentas, legítimas, me daban la certeza de que bien habrían podido existir de verdad. 

miércoles, 19 de septiembre de 2012


EL AMA DE CASA



Soy una ama de casa como las hay miles en España y en el mundo entero. Eso es lo que soy. También soy un montón de otras cosas pero a primera vista no hay duda de que soy eso, una señora que ronda por su casa con una escoba y unos guantes de hule natural. Y no me acompleja. Qué le vamos a hacer. No es glamuroso. Y qué. Las amas de casa somos mujeres secretistas e intrigantes aunque se crea que tenemos un pasado nulo o casi nulo. La mayoría parecemos frustradas por la vida, y tal vez sea así en parte por falta de suerte. Sí, tal vez. Giramos la esquina cuando no tocaba y el destino nos esperaba en forma de eso, de aspirador y fregona. 

Si hubiéramos seguido recto hubiéramos conocido a otro príncipe, otra estrella, otra motivación, otros problemas pero tuvimos que girar a la derecha en el semáforo del primer cruce. Ya ves, qué tontería, y ahora soy una ama de casa del todo, de pies a cabeza, obstaculizada por la sociedad y sin nómina. Porque ser ama de casa no es una profesión, no se enseña en las universidades y no se remunera, ser ama de casa se lleva en los genes. Cuando emerges al mundo, ya el primer día, la comadrona te mira y te etiqueta: médico, profesor, agricultor, peón o ama de casa o lo que es lo mismo, de celebridad a cretina.

A groso modo hay un abanico de posibilidades pero si no tienes cara de médico, y te esfuerzas mucho en la vida, como mucho llegarás a limpiar la consulta de uno.