jueves, 27 de octubre de 2011





Los detectives de hoy en día no visten como en las películas antiguas. No llevan gorras de cuadros y no fuman pipa. No te reciben en despachos bohemios, con montañas de papeles presagiando casos sin resolver, y por supuesto, ninguna secretaria sonriente te invita a tomar café. Ahora buscas por Internet y eliges al azar un detective que te parezca más o menos potable. El diseño de su web tiene que ser mínimamente depurado. Luego, le mandas un correo para que encuentre a tu padre, desaparecido hace 30 años, y esperas que sea profesional y no te tome el pelo. Te sale un hilo de voz cuando por fin te llama por teléfono y te pide detalles que ayuden al caso. Te fundes en tus calcetines, igual que se funde tu hijo, de papilla y mocos, cuando le pillas manoseando tus cosas. 

Querría encontrar a mi padre, le digo. ¿Dónde y cuándo le viste por última vez? Sentado en un balancín, en casa de mis abuelos, yo tenía tres años. De eso hace más o menos treinta años, espero que no sea un problema. ¿Cómo iba vestido? Camisa a cuadros y pantalón tejano, muy anodino. Había una pequeña mancha de café en el cuello de la camisa. ¿Y, algún rasgo físico que quiera remarcar? Ojos verdes y pelo negro. Fue hermoso de joven pero siempre ha sido muy flaco, poca cosa, ya sabe. El tiempo le habrá agraviado. Le imagino canoso y de comisura caída. ¿Cómo se llama su padre? Miguel Ángel, como el pintor renacentista.


Necesito conocer algunos detalles más, señorita. ¿Sabe dónde vive o dónde ha vivido? De aldea en aldea, el viento lo ha llevado siguiendo el sendero. Su patria es el mundo, como un vagabundo. ¿A qué se dedica su padre? Canta su romanza al son de una danza, híbrida y extraña, para que el aldeano le llene la mano con lo poco que haya. 


Por favor, mándenos un correo con todo lo que pueda recordar y que nos pueda ser de ayuda y empezaremos la búsqueda. Le haré llegar un presupuesto inicial por email y le tendré informada de los avances.

Así lo hago. A los cinco minutos me llega un correo escueto del detective.
Estimada Blanca, hemos recibido de manera correcta su encargo, aunque necesitamos para completarlo su segundo apellido, su domicilio y un teléfono de contacto. Sin otro particular, reciba un saludo. Jorge García del Olmo.

No sé qué precio mueven los detectives modernos. Le pregunto también si pueden incluir en su dosier alguna foto de mi padre para verificar el resultado, y no tarda en responder.

Estimada Blanca, si la persona a localizar aparece en la ciudad que nos indica el presupuesto oscilará entre 450 y 700 euros. Si el domicilio fuera otro hablaríamos de 900 euros aproximadamente. En cuanto a la foto, prefiero tener clara la localización del desaparecido antes de concretar un presupuesto, ya que a día de hoy no hay datos firmes para poder aventurar unos costes precisos que, como ya le informé, van a estar en función del tipo de vivienda, localidad, etc. En cualquier caso, cuando le informe del domicilio de su padre, le aseguro que tendré contrastados los datos ofrecidos por usted, sin dudar de que se trata de la misma persona. Si no obtuviésemos resultados de la búsqueda, usted no tiene obligación de abonar nada. Reciba un saludo. Jorge García del Olmo.

Me quedé pensando en esas palabras... ¿Cómo va a ser la misma persona si ni siquiera yo lo sigo siendo? ¿Cómo reconocerle? Me guiarán su ademán y sus ojos, y probablemente mi instinto, pero seremos dos extraños en el mismo banco. Yo con alma de niña y él, sin sospecharlo, vestido de paradoja.
 
 

miércoles, 26 de octubre de 2011




Otoño 1993

"Hoy no he llegado hasta aquí por casualidad. Había una intención de aislamiento muy contundente. Esta noche me encuentro en un viejo y humilde barco. He zarpado a las once de la noche y he querido deshacerme de mi mal humor, mis pesadillas, de ese insoportable reloj de castillo y también de los de ahí arriba, que miran la tele impasibles. De modo que si alguien tiene ganas de hostilidades que se dirija a otro navío porque éste solamente va de pesca. Hoy soy grumete y capitán en este océano. Las olas pernoctan, serenidad bajo la luna, todo bajo control. Voy a mi camarote para amarrar sueños. Tal vez mañana me presente ante un público exigente. Tal vez no lo haga.“

Una letra de cagada de mosca salpica mi segundo diario. Es difícil advertir qué pone. Me muestro muy íntima, como un alma recatada, como un tímido pulgón que sabe que van a pisotear. Con prudencia.

Ahí está reflejada la alumna enamorada de su profesor de filosofía, impresionada, sometida a sus miradas ocasionales. Era inevitable, el profesor de filosofía llegaba con Platón y ambos apresaban corazones púberes. Luego se irían de copas juntos y se contarían sus vidas hasta la embriaguez.

“Se pasea ante mi con sus frases milagrosas, perfectas, redondas. Mariposeo. ¿Nos cuenta o nos enseña? Es una asignatura para pensar mucho. Yo ya pensaba antes de conocerle pero ahora pienso lo pensado, mientras me bebo una coca-cola y escucho chill out. Pienso bastante, casi hasta el límite. Me consumo pensando. Ayer caminaba cabizbaja por la calle y tropecé con una piedra que me preguntó: - ¿Es lo mismo ser que existir?- Sin sorprenderme excesivamente de que un mineral pudiera expresar dudas, le contesté que yo soy porque existo, y luego seguí caminando. Eso sí, me quedé madurando ese matiz durante un rato, hasta que tropecé con una farola indiscreta: - ¿Cuál es el sentido de tu existencia?- me dijo. -No sé.-contesté- Mi existencia es indefinida y confusa, pero hoy es un buen día porque estoy enamorada de mi profesor de filosofía y revoloteo. Me hierve la sangre cuando nos cuenta. Las hormonas se retuercen y me muerdo el labio para no saltar de la silla unos metros y confesar que le amo, o que le deseo, o ambas cosas. Tal como decía Sócrates:
—El que desea, desea lo que no está seguro de poseer, lo que no existe en su presente, lo que no tiene, lo que le falta. Esto es, pues, desear y amar.-

 El otro día, en clase, mi profesor describió el amor como  la inclinación del alma hacia un objeto o persona. Pero me quedé pensando, qué pasa con los desalmados? Como ese palurdo del fondo, que tiene la cabeza hueca!

Aquella misma tarde, al llegar a casa, me di un espumoso baño. En el vacío de una casa tan grande quise festejar mi amor en un espacio pequeño, íntimo. Sin pensar muy bien lo que hacía, me llevé conmigo el libro de filosofía y, en la bañera, leí en voz alta el sentido común crítico y el acrítico. Y cada página era un suspiro. Cada frase una rima de Adolfo Bécquer. Jamás hubiera pensado que pudiera disfrutar tanto de algo que apenas comprendía. En el amor y en la vida, todo es cuestión de filosofía. Eso de quién es?

Pero tengo en vilo el alma. Estoy cruzando un bache que ni yo misma entiendo. Me martirizan recuerdos de alguien que sentí cerca y quise con esperanzas hambrientas. Su aroma, el infinito, el desierto, se han vuelto fútiles. Le recuerdo a menudo y con el corazón sincero, ante el dilema que eso me crea. El cielo se transforma en un hornillo desbocado mientras mi vista se pierde en el horizonte, imaginando que querría a esa persona en otra ocasión, de vuelta.  Esperaría. Solamente puedo entender que le pareciera una niña ridícula y echara a correr. Mi padre. Siento el cosmos confuso, faltan baldosas en el suelo y me caigo. Soy frágil. Tengo casi dieciocho años y te sigo pensando.

Escucho  el gotear de las últimas lloviznas del otoño ahí fuera. El rumor lejano de un continuo xsssss que mezcla su silbido con golpes de viento. Y, detrás de mi oreja, al otro lado de la pared, el ritmo de esa armonía fría se percibe con claridad, a intervalos sonoros (el impacto del agua contra el cemento) y el silencio de cada instante, como esperando el turno. En mi cobijo chirrían las tripas de los muebles y desde el segundo piso se oye el rumor de ese tedioso televisor.  Ellos están arriba. Es relajante la lluvia aquí abajo, que no cesa. Yo siempre estoy abajo.
  
Aún es temprano. Qué ingrato eres con tu agobiante péndulo de antaño, el tic tac, tic tac, tic tac… y luego otra vez dooooong! dooooong! doce estrepitosas veces, anunciando la media noche. Ya salen los fantasmas del castillo. Eso me compensa todo lo demás. Empieza la fiesta.

Luego, la mañana llega de repente porque no lo piensas. Yo sí me doy cuenta de la brevedad de estas horas nocturnas, cuando la excitación se refleja en unas simples páginas blancas y una mano azota mi planeta, mientras la luna dormita.

Parece mentira lo melancolizo que está ése de ahí afuera, tan ceniciento, tan mojado. Siempre imaginé que los catarros del día no eran solamente eso, sino un aviso de alguna tragedia lejana, o a más temer, cercana. Este año no debería parecerse al anterior sino más bien al surrealista, como una línea recta, una vida perfecta, sin tropezones en la sopa."

martes, 25 de octubre de 2011





Mientras tanto, mi padre en algún lugar recóndito, con su vida y sus miserias. Y yo, sintiendo que me falta el onceavo dedo de las manos, que tengo un mechón de menos en el pelo, que he perdido una pierna por el camino. Una pequeña batalla por sobrevivir en lo alto de una montaña muy verde y frondosa. Demasiado solemne para alguien tan frágil. Por fortuna, al otro lado de esa montaña vivía una gran amiga. Una niña que siempre reía. Alegre de naturaleza a la vez que muy tierna. Creativa, dulce, entrañable diría yo. 
Esa niña me puso una moneda fría en la frente para menguar mi jaqueca, de vuelta a casa, en el bus escolar. Esa niña me desgarró una bolsa de plástico que llevaba de atuendo original un día de verano, con ocho años, jugando en un río cerca de su casa. Luego, le rompí yo la suya y volvimos desnudas a su casa, corriendo y escondiendo la vergüenza, gritando como gallinas locas. Cómo nos reímos...

Nuestro primer encuentro fue en la lechería de una casa vecina. Cinco años en nuestro haber nos vestían de perlas preciosas, sin mellas. Acompañando cada una a su madre, llevábamos ambas la lecherita de toda la vida, para llenarla de ese líquido blanco cargado de nata, leche pura de vaca, densa, calórica, y así nos conocimos. Era de mañana o de tarde? no sé. Qué más da. Queda esa imagen que se adivina porque se ha vivido y con eso basta. Y todos los recuerdos que se nos olvidaron al ir creciendo tan deprisa, sin darnos cuenta, recuerdos de toda la niñez, y que llegan hasta donde llegan, se concentran en ese día, a esa hora, en esa lechería.
Un día, al empezar el colegio, me reconoció y vino hacia mi: -Te vi con tu mamá el otro día en la lechería.- Y ahí, justo en ese momento, empezó por azar un cúmulo de momentos que marcarían mi vida. Entonces no te das cuenta. No te das cuenta de nada. Dos niñas pequeñas con tanto por hacer y deshacer, todavía. 


Nos sentíamos mayores pero éramos pequeñas. Muy pequeñas. Ese día firmamos un contrato de amistad sin rúbrica. Mi mejor compromiso de adhesión hasta el día de hoy. Fue un golpe de suerte ciego. En el momento no sabes que tienes ante ti una verdadera joya, sólo ves a una niña despeinada, graciosa, tal vez con las rodillas peladas.

Esa niña y yo hablamos infinito! Jugamos eternamente! Aún siento que sigue por aquí y que me tienta a vivir otra de sus aventuras. Entonces, ella era Atreyu en el viejo carretón de mi jardín, y yo era la princesa tonta. Y a escondidas comíamos quesitos El Caserío, sustraídos clandestinamente de la nevera diez minutos antes, y engullíamos yayitas de miel. ¡Qué ricas! Todo sabía mejor cuando creábamos ese halo de misterio virgen. Un misterio enmohecido esta noche. Me llega como un destello amarillo de hace mil años, como el que padecen algunas fotografías. Ahí se quedaron nuestras risas. Parece que fue un sueño.

Crecimos y en un momento dado nuestros caminos divergieron porque la vida te depara destinos variopintos, como cuando el frutero te suministra fruta. A veces la manzana es dulce y gustosa. Otras, tiene bichos o está deteriorada. A ella le vendieron una mala cosecha. Su vida iba a trompicones, sin pretenderlo, hasta que un día se esfumó, con treintaitantos. Dormía y ya no se despertó. Se fue romántica, en silencio, soñando cosas bonitas. Se subió en esa nube de algodón que a veces te lleva de aquí para allá, y ya no se bajó. Por algún motivo que nadie conoce, decidió no bajar. 


Mi teléfono sonó tarde. La noticia me caló el alma y tuve frío. Su nombre se incrustó en mi pecho, aferrado a perdurar, a no ser arrinconado, impidiéndome entender lo que significa que alguien ya no esté. Pero me fortalece el instinto de lo que ella fue, lo que llegó a ser, lo que hubo entre las dos, lo que nos dijimos, y todas esas cosas están guardadas en un cofre privado, uno sólo nuestro. 

Ella sigue estando en mi rutina, en mis paseos, en mi sofá, en aquella esquina, porque no pasa un día sin que recuerde su tibia presencia, siempre de niña, no la mujer. Sólo la niña. Aquella de ojos grandes y manos muy blancas, que tenía el don de hacerlo todo bonito, simplemente llenando un espacio. 




Los perros en el jardín de la abuela saludan con entusiasmo y lamen manos. Son unos pelmas. Cocó arrastra sus veinte años por la terraza. Maúlla como una puerta oxidada y de vez en cuando te pide un compasivo arrumaco. Estoy aquí, dice, sordamente. Qué pena verte tan pellejuda Cocó, con lo que tu fuíste...

Y yo, en un rincón de ese jardín, como si tuviera quince años, anoto en mi portátil cosas sueltas, como migas de pan que se esparcen por un camino, para dejar huella. 

Con quince años escribía sandeces de amores y odios. Muy instintivo. Muy visceral. Genuino. Todo muy respetable pero en el fondo un sinfín de chorradas. La adolescencia, qué tiempo tan desordenado! Sin raíces donde agarrarse, uno levita por las calles como una pelusa de viento perdida. Luego, poco a poco, se va posicionando, se va conociendo y a veces se va asustando. Uno es diferente a todo lo de ahí fuera. Siempre diferente. Y aunque eso es lo bueno, uno no se da cuenta. A los cinco minutos un rendez-vous frente al espejo. ¡Ah si!, esa soy yo... Paso firme de tres segundos y luego un temblor, y de nuevo cita con esa cara de mirada incrédula. ¿Qué te pasa, no te reconoces en mí? ¿No te gusto? ¿Es la nariz? ¿Es el pelo? No, son mis quince años que ya han llamado al timbre. Es mi adolescencia turbia. Es quiero. ¿Es merezco? Es, ¡qué miedo!. Me deslizo de nuevo de puntillas para no hacer ruido, para no causar estruendo, para ser la sombra sin nombre que tiene recelo y no quiere que se sepa...

Mi diario en el año 90 empieza con un voto de confianza a unas páginas mudas. El resto de las páginas son recortes de simpatías, flechazos ardientes y altercados en casa. Hay peleas con ese señor poco simpático que vive con mi madre, hay una hermana poco comunicativa, hay una madre poco efusiva. No hay besos. Luego están las acelgas con patatas, Epi y Blas, largos paseos con mis perros, y mis ratos mágicos. Ahí estoy subida a un árbol, mirando sin ver, borrosa. Todas las nubes cobran forma y se mueven como yo quiero. Ahí estoy tumbada en mi cama repasando las imperfecciones del techo. Sueño despierta. Ahí estoy en un rincón haciendo qué sé yo qué. Ahí dibujo un poco. Allá un atracón de galletas. Aquí un tropezón. Y por las noches, mi diario. Mis descubrimientos. Mis ingenuidades. Y así van pasando mis días. Nada especial. No hay piano en casa porque es muy caro y mi madre dice que soy poco constante. Pues a la tele, que es más barata y anula el cerebro.

sábado, 22 de octubre de 2011




Lucas  tiene casi dos años y dice: co-che, pa-pa, ma-ma, te-te (chupete), agua, abú (yogur), pé (pez). Lucas ronronea en la cuna cuando le cojo de la mano. Me mira como si fuera la mujer de su vida, la más importante, la que le protege, la que le persigue por toda la casa jugando, la que hace sopa de fideos.
A Lucas no le gusta hacerse caca y que no le cambien en seguida.  Se acerca donde yo esté y me dice "mama caca" y entonces, su sabio instinto le hace subir las escaleras, con tranquilidad, ya llegará, sin prisa, cruza el pasillo a buen trote y entra en su habitación. Se tumba en la camita de su hermano y espera a que yo llegue para cambiar su pañal. Si tardo cinco minutos porque estoy pelando cebollas esperará dos minutos más. Luego, me llamará a voces y yo llegaré sonriendo porque mi bebé es tan limpio como un felino, y eso me hace gracia. No es lo habitual. 
Lucas se ilusiona con las cosas. Le apasiona la piscina. Este verano aprendió a tirarse con manguitos. No había quien le parara.  Se lanzaba de forma atolondrada, sin medir distancias con el borde, y a las mamás se nos ponía la piel de gallina. Sus descubrimientos le vuelven loco de la emoción. También es obstinado, arrollador. Sabe lo que quiere y no le gusta el flan. No hay forma de que lo pruebe. No le entra por los ojos y eso es suficiente. Es un príncipe con la cabeza muy asentada. Lucas tiene los ojos pardos como su bisabuela. Lucas da saltitos como una rana torpe. A menudo fastidia los DVD con sus dedos pringosos y hay que tirarlos a la basura.

Miguel  tiene casi cuatro años y dice siempre: y yo? y yo? y yo?, eso es mío (con ese egoísmo de su primera adolescencia), queseso?, y el fatídico y temido por qué. Miguel se ríe como un ángel de ojos pícaros y con un montón de dientecillos de ratón. Miguel aprende tres lenguas a la vez y está confundido. Lo mezcla todo a su antojo pero se hace entender. Miguel hace pipí de pie en el colegio pero en casa su mamá le pide que se siente en la taza para que no salpique, como lo venía haciendo. Miguel y mamá ayer repasaron la fonética de oso, ojo y ocho. Miguel una tarde bajó la persiana exterior eléctrica que da al jardín a la vez que salía fuera y no pudimos entrar en casa hasta que llegó papá y nos liberó. Miguel se bebe la leche con pajita para que olvide su biberón. Miguel le arrebata el tete a su hermano cuando quiere sentirse bebé y entonces vuelve a ser el pequeñito de la casa que reclama mimo. Miguel regaló su tete a Papa Noel con tres años y éste le trajo un coche chulo. Con el tiempo me pidió que Papa Noel se lo devolviera porque se había cansado del coche chulo. Se sintió estafado. No había vuelta atrás. Papá Noel nunca devuelve los chupetes porque los colecciona. Miguel le quita los juguetes a su hermano para hacerle rabiar pero por la calle me pide llorando que le coja la mano a su hermano para que no le atropelle un coche. Le cierra el paso si se dirige a unas escaleras. Le guía. Le custodia sin saber que lo hace. Eso me derrite. Cuando le enseño una vaca a Miguel y le pregunto de dónde viene la leche, me responde que del bibe.

Lucas muerde a su hermano con sus siete dientes cuando éste le chincha. Aprende de prisa. Lucas se duerme solo en la cuna desde siempre. Come con apetito. Lucas es obediente y sabe escuchar. Lucas ya  baja solito las escaleras, agarrado al pasamanos. Aprendió muy pronto a hacerlo. Lucas mira a su hermano mayor sin pestañear, como si fuera un Dios, y repite todo lo que él hace, una mueca, un grito, un saltito. El mono pequeño copia al mono mayor. Y cuando el mayor se pasa de la raya el pequeño se refugia en mis faldas y me hace la pena.

Miguel y Lucas ya juegan juntos y crean historias fantásticas. Se cogen de la mano. Se buscan. Luego se atropellan pero se entienden. Son muy diferentes y aún así, se necesitan.

Papá llega tarde a veces pero qué agradable cuando gira la llave en la cerradura anunciando su regreso. Se quita los zapatos y recibe a sus niños. Viene hambriento. Se le ve cansado pero nunca lo dice. No se queja.

La abuela de Miguel y Lucas siempre hace macarrones cuando comemos en su casa. Por eso jamás hago macarrones en casa. Antes la abuela cocinaba cremitas, sopas y cazuelitas humeantes pero ya son historia. El pollo ahora lo compra hecho. A su marido, ensalada y filete. La abuela está perezosa. La abuela y el abuelo se intoxicaron con pasta de huevo y estuvieron cinco días de cagalera. La abuela le pilló un dedo al abuelo con la puerta y se le ha quedado la uña negra. El abuelo gruñe a menudo. La abuela pinta y se come mucho el coco. Los abuelos quieren mucho a sus nietos.

viernes, 21 de octubre de 2011





Hace dos días el frío se ha dignado a dar la cara, así, de repente. Justo hace tres días que escribía en mi blog sobre un otoño extrañamente caluroso y tate, el destemple se presenta para contradecirme ante todos. Está bien, no pasa nada, se necesita, se echaba de menos.  Sólo queda enfundarse unas medias rancias del año pasado, de esas que corren por mi cajón con alguna malla accidental, desparejadas, y que se ocultan  facilmente bajo los tejanos de pitillo. Cualquier cosa me basta para salir a la calle a buscar a mis hijos al colegio. A penas salgo del coche para meter a los críos y vuelvo a la morada a trabajar. A veces da pereza hasta peinarse para eso. Me hago un moño, un despropósito de horquillas que duele a la vista pero mis hijos me ven bella igual, me idolatran. El sujetador de ayer, ese vintage que está empezando a envejecer, me aprieta, me incomoda, hay que jubilarlo. El pantalón me resbala por la cadera porque estoy adelgazando demasiado. Me alimento poco y  mal, y no me permito echar siesta. Tengo demasiado trabajo. Cualquier día de estos me permito ser mujer y me miro en el espejo. Y me pongo pintalabios, de ese que tengo en mi neceser y que ya no se lleva. Aunque yo ya sé lo que se lleva, conozco las tendencias, vivo de ello, pero  ya se sabe, en casa del herrero cuchara de palo. No es un mito. Es cierto. Parece mentira...

Hoy, lavándome los dientes, por la mañana, con la mirada perdida en el espejo, como ausente, con mi yo borrosa y sin venir a cuento, me he acordado de los cátaros. No me preguntes por qué. Yo soy así de particular.  Estuve leyendo algo de los cátaros este verano porque visitamos Carcassone en Julio. Me compré por entonces un librito sobre los cátaros y me lo leí. Obvio. Si me lo compro me lo leo, si me dejan. Y supongo que me sorprendió tanto esa historia que se ha quedado levitando  en algún rincón de mi sesera. Y a veces me acuerdo. Por ejemplo esta mañana, en plena limpieza bucal. Es un momento tan bueno como cualquier otro.

Los cátaros se oponían a la iglesia. Los cátaros eran cristianos incomprendidos, unos hippis medievales. Sé que esas personas cantaron antes de achicharrarse en la barbacoa de sus mezquinos verdugos. Sé que el infame Conde Simón de Montfort y el piadoso Conde Raimond VI de Toulouse se enfrentaron por las tierras que ocupaban esos cátaros. Y ganó el malo, raro, eso no ocurre en las películas. Y 30.000 niños, mujeres y hombres se quedaron por el camino, abrasados. Pero los cátaros, que eran unos linces, se reencarnaron en pulgas para vengarse de aquel hombre infame, quiero imaginar. Treinta mil pulgas le comieron el trasero una noche entera porque como alguien me dijo una vez, el Conde Simón IV de Montfort era un cabrón. Cuando lo imagino me doy cuenta de la suerte que tenemos de no haber nacido en esa época, en ese lugar, en ese pueblo, ese día. El azar es como una tómbola donde te puede tocar un peluche feo o una patada en el culo. Es así de simple. No es cuestión de épocas. De hecho, es solamente cuestión de suerte. Tener suerte o no tenerla. Qué miedo... Si naces pulga te rascan. Si naces príncipe comes con tenedor de oro. Si naces en el fin del mundo no hace falta ni que te laves. Seguramente ni te dejen. Da que pensar. Pienso o divago? Para colmo, últimamente ver las noticias es más insportable que nunca. ¿No ocurre nada bueno en este país? ¿Y más allá? Se me remueve el filete en mi interior mientras descanso en el sofá y me acribillan con muertes aquí y siniestros allá. Imágenes crudas, morbo insaciable, no descansan nunca de martirizar al espectador. Así dificilmente puede uno vivir el momento, sentirse vivo... 

Menos mal que sueño mariposas mientras cierro el ojo después. Sueño con alguien. Sólo media horita. Viene y va y a veces se queda, y a veces hay roce, y a veces casi. Y me levanto del sofá con la sensación de tener que pedir perdón pero los sueños, Calderón, los sueños, sueños son. ¿Quien puede controlar una imagen, un anhelo, una utopía?

Y mientras tanto, sigo escribiendo por las noches, casi poseída, como si un demonio estuviera haciendo calceta en mi entrada, y me vigilara. A veces no sé ni de qué hablo pero en una ocasión un profesor en la materia me aconsejó teclear cualquier cosa cada día para no perder el ritmo.  Cada día, me dijo, aunque sean tres frases huecas. Es fácil despistarse y perder el ritmo. Mi ritmo, ese paso desacompasado, esa duda, esa punzada, ese poco de inercia. 

Hay poco tiempo pero tengo tanto que se hace ausencia. Es extraño, incongruente. Viene la mañana silenciosa, con su luz apremiante y el minutero cacareando. Los niños al colegio, mi marido a su trabajo, y en mi casa, en esta pequeña gruta donde me alojo, se hace la Llamada inclemente que me sacude. No me siento. No me lamento. Pienso que todo está en su sitio pero que hay que tener constancia. Y que tengo mucho sueño porque he estado escribiendo toda la noche.


Otoño 2011


Blanca Divago
A veces releo lo que escribía con doce años. Me parece tremendamente tonto y desaborido. Y yo, perdida, boba y muy inocente. Entre niña y algo que empieza a dejar de ser niña, eso son mis doce años. 

Solía preguntar a mi madre si ya había dejado de ser pequeña porque mis nudillos se habían definido hacía tiempo. Antes eran tiernos huecos y luego unos duros montículos. En el coche recuerdo haberle hecho esa pregunta. Ya soy mayor? Y escuchar a mi madre responder "desde luego". Y claro, el resto del viaje, yo era ya un reflejo decepcionado de mi misma, en la ventana, junto a esas luces difuminadas que llegaban de no sé donde. 
 Mi hermana a mi lado dormía, nada le quitaba el sueño. El día se tornaba noche y la noche día, y yo sufría los segundos del reloj que iban acentuando mis mejillas y me iban convirtiendo en una mujer joven, en una dama de cuento anodino. A quién me parezco? Soy como tú? Mi madre callaba en el asiento de delante y yo me embarcaba en una revuelta de egos pequeñitos que se peleaban por sentarse en la misma silla. Luchar contra ellos es luchar contra mi misma porque descubro que no soy quién creía ser.

No recuerdo casi nada de lo que fui antes de los doce años. Hay un horizonte en ese punto y más allá un vacío de memoria general. En ese lugar a veces me encuentro cuando me adormilo. Pero mis sueños son reales o un simulacro desesperado de algo que me obsesiona?

Cuando no entiendo, me nublo. Debo chispear desde antes de nacer. Los genes de mi madre, desamparados, siempre han caminado bajo un rayo que les cuece el culo. Ayer y hoy. No me deja preguntar. No le gusta recordar. No me habla. No me cuenta. Mi vida a medias. Me conozco al cincuenta por ciento. Y así he crecido estos años, en un sinfín de espacios sordos, imaginando lo que falta por decir, por ser, inventando contextos tan postizos como inusitados. Por eso siembre divago. Divago de niña y ahora, que ya soy mayor. De niña anotaba mis merodeos en un cuaderno, con lápiz de punta rota y goma con sabor a nata. De mayor mi teclado aligera el vaivén y así escapan menos vientos. Cuando divago me agoto y suelo irme a dormir. Cuando duermo divago de nuevo y me despierto, fatigada de mi. Entonces vuelvo a divagar y  cierro los ojos resoplando. Un bucle de mariposas inútil. Divago en la ducha. Divago en mi silla, frente a la pantalla del ordenador. Ahora, divago. Yo me apellido Divago. Blanca Divago.