martes, 25 de octubre de 2011





Mientras tanto, mi padre en algún lugar recóndito, con su vida y sus miserias. Y yo, sintiendo que me falta el onceavo dedo de las manos, que tengo un mechón de menos en el pelo, que he perdido una pierna por el camino. Una pequeña batalla por sobrevivir en lo alto de una montaña muy verde y frondosa. Demasiado solemne para alguien tan frágil. Por fortuna, al otro lado de esa montaña vivía una gran amiga. Una niña que siempre reía. Alegre de naturaleza a la vez que muy tierna. Creativa, dulce, entrañable diría yo. 
Esa niña me puso una moneda fría en la frente para menguar mi jaqueca, de vuelta a casa, en el bus escolar. Esa niña me desgarró una bolsa de plástico que llevaba de atuendo original un día de verano, con ocho años, jugando en un río cerca de su casa. Luego, le rompí yo la suya y volvimos desnudas a su casa, corriendo y escondiendo la vergüenza, gritando como gallinas locas. Cómo nos reímos...

Nuestro primer encuentro fue en la lechería de una casa vecina. Cinco años en nuestro haber nos vestían de perlas preciosas, sin mellas. Acompañando cada una a su madre, llevábamos ambas la lecherita de toda la vida, para llenarla de ese líquido blanco cargado de nata, leche pura de vaca, densa, calórica, y así nos conocimos. Era de mañana o de tarde? no sé. Qué más da. Queda esa imagen que se adivina porque se ha vivido y con eso basta. Y todos los recuerdos que se nos olvidaron al ir creciendo tan deprisa, sin darnos cuenta, recuerdos de toda la niñez, y que llegan hasta donde llegan, se concentran en ese día, a esa hora, en esa lechería.
Un día, al empezar el colegio, me reconoció y vino hacia mi: -Te vi con tu mamá el otro día en la lechería.- Y ahí, justo en ese momento, empezó por azar un cúmulo de momentos que marcarían mi vida. Entonces no te das cuenta. No te das cuenta de nada. Dos niñas pequeñas con tanto por hacer y deshacer, todavía. 


Nos sentíamos mayores pero éramos pequeñas. Muy pequeñas. Ese día firmamos un contrato de amistad sin rúbrica. Mi mejor compromiso de adhesión hasta el día de hoy. Fue un golpe de suerte ciego. En el momento no sabes que tienes ante ti una verdadera joya, sólo ves a una niña despeinada, graciosa, tal vez con las rodillas peladas.

Esa niña y yo hablamos infinito! Jugamos eternamente! Aún siento que sigue por aquí y que me tienta a vivir otra de sus aventuras. Entonces, ella era Atreyu en el viejo carretón de mi jardín, y yo era la princesa tonta. Y a escondidas comíamos quesitos El Caserío, sustraídos clandestinamente de la nevera diez minutos antes, y engullíamos yayitas de miel. ¡Qué ricas! Todo sabía mejor cuando creábamos ese halo de misterio virgen. Un misterio enmohecido esta noche. Me llega como un destello amarillo de hace mil años, como el que padecen algunas fotografías. Ahí se quedaron nuestras risas. Parece que fue un sueño.

Crecimos y en un momento dado nuestros caminos divergieron porque la vida te depara destinos variopintos, como cuando el frutero te suministra fruta. A veces la manzana es dulce y gustosa. Otras, tiene bichos o está deteriorada. A ella le vendieron una mala cosecha. Su vida iba a trompicones, sin pretenderlo, hasta que un día se esfumó, con treintaitantos. Dormía y ya no se despertó. Se fue romántica, en silencio, soñando cosas bonitas. Se subió en esa nube de algodón que a veces te lleva de aquí para allá, y ya no se bajó. Por algún motivo que nadie conoce, decidió no bajar. 


Mi teléfono sonó tarde. La noticia me caló el alma y tuve frío. Su nombre se incrustó en mi pecho, aferrado a perdurar, a no ser arrinconado, impidiéndome entender lo que significa que alguien ya no esté. Pero me fortalece el instinto de lo que ella fue, lo que llegó a ser, lo que hubo entre las dos, lo que nos dijimos, y todas esas cosas están guardadas en un cofre privado, uno sólo nuestro. 

Ella sigue estando en mi rutina, en mis paseos, en mi sofá, en aquella esquina, porque no pasa un día sin que recuerde su tibia presencia, siempre de niña, no la mujer. Sólo la niña. Aquella de ojos grandes y manos muy blancas, que tenía el don de hacerlo todo bonito, simplemente llenando un espacio. 

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