Hace dos días el frío se ha dignado a dar la cara, así, de repente. Justo hace tres días que escribía en mi blog sobre un otoño extrañamente caluroso y tate, el destemple se presenta para contradecirme ante todos. Está bien, no pasa nada, se necesita, se echaba de menos. Sólo queda enfundarse unas medias rancias del año pasado, de esas que corren por mi cajón con alguna malla accidental, desparejadas, y que se ocultan facilmente bajo los tejanos de pitillo. Cualquier cosa me basta para salir a la calle a buscar a mis hijos al colegio. A penas salgo del coche para meter a los críos y vuelvo a la morada a trabajar. A veces da pereza hasta peinarse para eso. Me hago un moño, un despropósito de horquillas que duele a la vista pero mis hijos me ven bella igual, me idolatran. El sujetador de ayer, ese vintage que está empezando a envejecer, me aprieta, me incomoda, hay que jubilarlo. El pantalón me resbala por la cadera porque estoy adelgazando demasiado. Me alimento poco y mal, y no me permito echar siesta. Tengo demasiado trabajo. Cualquier día de estos me permito ser mujer y me miro en el espejo. Y me pongo pintalabios, de ese que tengo en mi neceser y que ya no se lleva. Aunque yo ya sé lo que se lleva, conozco las tendencias, vivo de ello, pero ya se sabe, en casa del herrero cuchara de palo. No es un mito. Es cierto. Parece mentira...
Hoy, lavándome los dientes, por la mañana, con la mirada perdida en el espejo, como ausente, con mi yo borrosa y sin venir a cuento, me he acordado de los cátaros. No me preguntes por qué. Yo soy así de particular. Estuve leyendo algo de los cátaros este verano porque visitamos Carcassone en Julio. Me compré por entonces un librito sobre los cátaros y me lo leí. Obvio. Si me lo compro me lo leo, si me dejan. Y supongo que me sorprendió tanto esa historia que se ha quedado levitando en algún rincón de mi sesera. Y a veces me acuerdo. Por ejemplo esta mañana, en plena limpieza bucal. Es un momento tan bueno como cualquier otro.
Los
cátaros se oponían a la iglesia. Los cátaros eran cristianos incomprendidos, unos hippis medievales. Sé que esas personas cantaron antes de achicharrarse en la barbacoa de
sus mezquinos verdugos. Sé que el infame Conde Simón de Montfort y el piadoso
Conde Raimond VI de Toulouse se enfrentaron por las tierras que ocupaban esos
cátaros. Y ganó el malo, raro, eso no ocurre en las películas. Y 30.000 niños,
mujeres y hombres se quedaron por el camino, abrasados. Pero los cátaros, que
eran unos linces, se reencarnaron en pulgas para vengarse de aquel hombre
infame, quiero imaginar. Treinta mil pulgas le comieron el trasero una noche entera porque como alguien me dijo una vez, el Conde Simón IV de Montfort era un cabrón. Cuando lo imagino me doy cuenta de la suerte que tenemos de no haber nacido en esa época, en ese lugar, en ese pueblo, ese día. El azar es como una tómbola donde te puede tocar un peluche feo o una patada en el culo. Es así de simple. No es cuestión de épocas. De hecho, es solamente cuestión de suerte. Tener suerte o no tenerla. Qué miedo... Si naces pulga te rascan. Si naces príncipe comes con tenedor de oro. Si naces en el fin del mundo no hace falta ni que te laves. Seguramente ni te dejen. Da que pensar. Pienso o divago? Para colmo, últimamente ver las noticias es más insportable que nunca. ¿No ocurre nada bueno en este país? ¿Y más allá? Se me remueve el filete en mi interior mientras descanso en el sofá y me acribillan con muertes aquí y siniestros allá. Imágenes crudas, morbo insaciable, no descansan nunca de martirizar al espectador. Así dificilmente puede uno vivir el momento, sentirse vivo...
Menos mal que sueño mariposas mientras cierro el ojo después. Sueño con alguien. Sólo media horita. Viene y va y a veces se queda, y a veces hay roce, y a veces casi. Y me levanto del sofá con la sensación de tener que pedir perdón pero los sueños, Calderón, los sueños, sueños son. ¿Quien puede controlar una imagen, un anhelo, una utopía?
Y
mientras tanto, sigo escribiendo por las noches, casi poseída, como si un demonio estuviera
haciendo calceta en mi entrada, y me vigilara. A veces no sé ni de qué hablo pero en una ocasión un profesor en la materia me aconsejó teclear cualquier cosa cada día para no perder el
ritmo. Cada día, me dijo, aunque sean tres frases huecas. Es fácil despistarse y perder el ritmo. Mi ritmo, ese paso desacompasado,
esa duda, esa punzada, ese poco de inercia.
Hay poco tiempo pero tengo tanto que se hace ausencia. Es extraño, incongruente. Viene la mañana silenciosa, con su luz apremiante y el minutero cacareando. Los niños al
colegio, mi marido a su trabajo, y en mi casa, en esta pequeña gruta donde me
alojo, se hace la Llamada inclemente que me sacude. No me siento. No me
lamento. Pienso que todo está en su sitio pero que hay que tener constancia. Y que tengo mucho sueño porque he estado escribiendo toda la noche.
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