A veces, cuando
empiezo a notar que dedico demasiado tiempo a rondar la casa, a perderme en mi
alrededor, a curiosear en Facebook, a colocar en paralelo los cojines del sofá
o a divagar entre si hoy debería cocinar lentejas con chorizo o tallarines a la
bolognesa, termino preguntándome a mí misma: “¿qué demonios estoy
haciendo con mi tiempo? Con ese sinfín de segundos extraordinarios que han
llegado a mí como caídos del cielo… ”. Y la respuesta siempre es la misma: “¡Tengo que escribir! ¡Tengo que
escribir!”.
No sé por qué pero siempre pienso que en cualquier momento, en cualquier lugar, debería ponerme a escribir. Escribir un pensamiento y dejarlo ahí, madurar. Escribir los comentarios incongruentes aunque chistosos de mi hijo de cuatro años, escribir lo que veo, escribir lo que me callo, escribir lo que nadie más podría escribir porque obviamente, nadie más puede ser yo. Sólo yo.