El primero si cabe por su ligera dificultad, pues bien podemos decir que el asunto tuvo su intríngulis, y el segundo porque el espacio-tiempo es caprichoso, y la coincidencia hoy en día es un lujo que pocos se pueden permitir. Pero cuando ocurre y te das cuenta, no tiene precio. Hay que reconocer que la inercia a veces es misericordiosa. La inercia y la inocencia, ésa que primero te permite creer en Los Reyes Magos y que luego insiste en que te pueden pasar cosas emocionantes en la vida.
El jueves sentí la necesidad imperante de comprar el cómic que me faltaba de Jordi Lafebre. Sin más dilación fui al FNAC y lo compré. Listo. ¡Qué felicidad!
Admito que siempre he tenido especial simpatía por la felicidad que se encuentra en las pequeñas cosas. A decir verdad, la otra no sé cómo es ni qué color tiene.
Al llegar al sitio, leo en un panel: "Décimas Jornadas Comiqueras". El azar no me previno la noche anterior, en la que había soñado con viejas figuras del Rock, de que ese viernes estaría tan cerca uno de los artistas que más admiro. En la lista de autores se leía claramente su nombre. ¡Toma ya! Sonreí bobalicona. No fue una sonrisa sagaz sino una muy tonta, estoy segura. Pero creo que nadie más se dio cuenta.
Al día siguiente, después del colegio, dejé a los niños en casa de unos amigos y me fui pitando. Me salté dos semáforos y en varias ocasiones tuve la sensación de que iba dando tumbos. Algo se había despertado en mi interior y me impedía reaccionar como la mujer madura y responsable que suelo ser, que creo ser, que debería ser. De repente un montón de acné brotó en mi cara como si estuviera retomando mi pubertad. No me sentía niña ni adulta, luego debí transformarme momentáneamente en esa adolescente torpe, indecisa, amorfa, casi como el bicho que describió Kafka.
A las seis de la tarde menos un minuto yo entraba en el FNAC. Faltaban muchos autores, entre ellos el mío. Decidí esperar. Esperé diez minutos. No tardará... Esperé media hora. Debe estar al caer... Esperé una hora menos tres minutos. La espera palpitaba en mi párpado izquierdo. ¡Cómo se hace notar el cabrito! Sentí que la cita no era concluyente y que me estaban dando plantón. No era ninguna cita y andaría por ahí haciendo cosas importantes, me reproché.
A veces me creo el centro del mundo. A veces soy así de lunática. Si no hay nadie rodando una película a mi alrededor, me vuelvo automáticamente protagonista y directora de mi propio thriller.
Bajo el sobaco tenía prendidos dos cómics suyos: "Lydie" y "La Mondaine". Esperaba poder conseguir una firma suya o algo más.
A las siete llegó él con cara de susto al ver el gentío. Le habían dicho que "la cosa" empezaba a las siete y no a las seis. Venía de firmar en otro lugar, apresurado pero con su mejor sonrisa. Luego me respondería irónico: "Todavía no he aprendido a volar...", ante mi queja de niña consentida: "No deberías hacer esperar a las mujeres...".
Le atisbé de reojo mientras trazaba a Lydie junto a mi dedicatoria, con una soltura envidiable. Da gusto verle trabajar. Luego me fui a casa llena de paradoja: desinflada por materializar una distancia incómoda y atiborrada de endorfinas, tal vez las culpables de que volviera a burlar dos semáforos y un Stop. A veces es realmente extraordinario llegar a casa viva para contarlo.
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