A veces, cuando la ciudad duerme, se enciende La Llamarada. Es maravilloso cuando eso ocurre. Me quedo. Permanezco un rato así, no digo nada. No me distraigas. Otras veces no hay chispazo, sólo inercia. Entonces, ni siento ni sufro, sólo dormito. Pero cuando me viene esa luz, ¡cómo explicar!, me invade una sacudida de electricidad que en cierta manera genera inquietud. La dicha trae desdicha. Aunque no siempre. Puede que encienda mi ordenador y teclee sin descanso durante toda la noche. Y rescate la presión que me aguarda. Y sea libre. Empieza ahí el baile de personajes caóticos que no se caen bien, que no pegan, que no se soportan pero que son esclavos de una mujer loca. Si no los libero puede que mil pensamientos se colapsen y emerjan como una fastidiosa nube de mosquitos. Con ese silbido incesante. Palabras e imágenes se someten entonces a una cadena de vastas peripecias. A veces son tantos los conceptos que fluyen, que si mi dejadez me lleva de la mano, y me quedo inerte en la cama, vislumbrando, susurrando, siento que me rompo porque mañana todo habrá desaparecido. Toda esa masa desvanecida. No retengo nada al abrir los ojos. La magia dura sólo ese instante. Hay que teclear corriendo o la pérdida puede ser irreparable.
Llevo casi veinte años queriendo escribir de verdad. Palabreo, parrafeo, redacto. Pero no escribo. Escribir es degustar una esencia; el delicioso aroma de una historia que te envuelve, que te va pidiendo más y te cautiva, te hace franco. En cambio, siempre estoy atada de pies y manos, sufriendo un dolor de muelas. De repente me advierto y siempre estoy igual, colgada del revés, en la rama de un olivo. Por qué un olivo? ¡Podría ser un almendro o un limonero! Los árboles que acaricio en mi jardín. En cualquier árbol yo sería un murciélago deshilachado en pleno día, ciego. Era así antes y sigo así ahora, no me altero. Todo del revés y sólo a veces, en muy pocas ocasiones, del derecho, cuando te dejas. Cuando te dejas las cosas salen incluso bien, como un capricho de alguien. No sé de quién pero, qué empalago la incógnita!
¿Soy sólo yo la que me ahogo en este charco?
A veces releo lo que escribía con doce años. Me parece tremendamente tonto y desaborido. Y yo, perdida, boba y muy inocente. Entre niña y algo que empieza a dejar de ser niña, eso son mis doce años. Solía preguntar a mi madre si ya había dejado de ser pequeña porque mis nudillos se habían definido hacía tiempo. Antes eran tiernos huecos y luego unos duros montículos. En el coche recuerdo haberle hecho esa pregunta. Ya soy mayor? Y escuchar a mi madre responder desde luego. Y claro, el resto del viaje, yo ya era un reflejo decepcionado de mi misma en la ventana junto con esas luces difuminadas que llegaban de no sé donde. Mi hermana a mi lado dormía, nada le quitaba el sueño. El día se tornaba noche y la noche día, y yo sufría los segundos del reloj que iban acentuando mis mejillas y me iban convirtiendo en una mujer joven, en una dama de cuento anodino. A quién me parezco? Soy como tu? Mi madre callaba en el asiento de delante y yo me embarcaba en una revuelta de egos pequeñitos que se peleaban por sentarse en la misma silla. Luchar contra ellos es luchar contra mí misma porque descubro que no soy quién creía ser.
No recuerdo casi nada de lo que fui antes de los doce años. Hay un horizonte en ese punto y más allá un vacío de memoria general. En ese lugar a veces me encuentro cuando me adormilo. Pero mis sueños son reales o un simulacro desesperado de algo que me obsesiona?
Cuando no entiendo, me nublo. Debo chispear desde antes de nacer. Los genes de mi madre, desamparados, siempre han caminado bajo un rayo que les cuece el culo. Ayer y hoy. No me deja preguntar. No le gusta recordar. No me habla. No me cuenta. Mi vida a medias. Me conozco al cincuenta por ciento. Y así he crecido estos años, en un sinfín de espacios sordos, imaginando lo que falta por decir, por ser, inventando contextos tan postizos como inusitados. Por eso siembre divago. Divagaba de niña y ahora, que ya soy mayor. De niña anotaba mis merodeos en un cuaderno, con lápiz de punta rota y goma de sabor a nata. De mayor mi teclado aligera el vaivén y así escapan menos vientos. Cuando divago realmente me agoto y suelo irme a dormir. Cuando duermo divago de nuevo y me despierto irremediablemente, fatigada sobre mi agotamiento. Y entonces vuelvo a divagar despierta y de nuevo cierro los ojos para seguir resoplando. Un bucle de mariposas inútil. Divago en la ducha. Divago en mi silla, frente a la pantalla del ordenador. Ahora, divago. Yo me apellido Divago. Blanca Divago.
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