La maleta y la niña de algodón
Érase una vez una niña de algodón blanco. Esa contundencia suave la hacía muy especial porque cuando había viento se elevaba un poquito del suelo. Por eso cuando salía de casa su mamá le ponía una bolsita de arroz en el sombrero, para que el peso de más la mantuviera siempre a su lado.
Una tarde fría de invierno, la niña encontró un vagabundo harapiento en la calle. Hacía frío y las luces de la ciudad empezaban a desperezarse. Se quedó mirando atónita a ese hombrecillo sin techo que dormía en un lamentable rincón. Bajo su cabeza unos cartones, sobre sus piernas algunos periódicos viejos y más allá una maleta de viaje perfectamente cerrada. La niña de algodón blanco se detuvo durante varios minutos, imaginando quién era aquél niño en traje de adulto, aquella piel agrietada que camuflaba muchos días, minutos y segundos.
¿Por qué aquél niño de antaño se había transformado en un indigente desheredado y hambriento? ¿Cuántos pasos mal encaminados, qué palabras poco afortunadas y sobre todo, qué miradas vacías le habían convertido en hombre de trapo?
La brisa gélida se filtraba entre las costuras de algodón. La niña sintió el temor de salir volando pero aún así no se movía. Sólo podía mirar aquel embrollo de carne débil y enjuta y podríamos decir que incluso sentenciada al olvido. Sus piernas cedieron amablemente hasta aposentarse frente a él. Pero ella no veía al viejo moribundo. Ella veía un niño roto con brazos de alambre. En cualquiera de esos escasos segundos que compartió junto a él, decidió quitarse el sombrero para descoser la bolsita de arroz que impedía perderse en las alturas, olvidando la importancia de llevarla siempre encima. Le abrió la mano al hombrecillo y la puso dentro, cerrando después todos y cada uno de los dedos, hasta que despareció en su interior.
Lo que ocurrió entonces fue totalmente inesperado. La niña de algodón se transformó en niña de carne y hueso, y su corazón etéreo se compactó, delineando un contorno de luz palpitante. En ese momento supo que su vida era sólo un cuento ilusorio que se iba escribiendo solo y en el que podía suceder cualquier cosa. Miró a su alrededor y todo empezó a cambiar según le iba dictando su instinto. Y de esa forma, todos los niños perdidos, trémulos, apolillados, caducos, desnudos, tristes
y frágiles volvieron a ser pequeños seres locos y excéntricos y también felices, la mayor parte del tiempo.
La niña que fue de algodón blanco se levantó jubilosa y tranquila y se fue por las calles transformando todo a su antojo, todo bonito. El haraposo se desperezó atónito al notar un calambre de energía que recorría su cuerpo. Era el principio de una vida resarcida. Lo que comunmente llamamos segunda oportunidad. Y lo que guardó un día en su maleta vieja sólo él lo sabía. Lo que encontró en el instante de abrirla fue únicamente tiempo.
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