jueves, 12 de enero de 2012


LA BODA TEDIOSA DEL SEÑOR SIFFLET



A las 6 de la mañana de un 15 de Agosto suena un despertador en la mesita de noche de la habitación 34 del Hotel Cite Barbacane, situado en la Route de Saint-Hilaire, en Carcassonne. En ese instante, el Sr. Sifflet, un cuarentón sin pelo y algo orondo está muy cabreado. Abre un ojo y se percata de la hora con un gruñido de oso hambriento. El aire empuja con rebeldía las contraventanas por las que se filtra un hilo sonoro fantasmal que augura un día atípico de verano. Se da media vuelta con apatía y reprograma la alarma diez minutos más tarde.  El sueño le vence por fin durante otro instante. 

En la habitación 33 el apasionado matrimonio Fourchette hace el amor por quinta vez esa noche. Han contratado una canguro para sus tres hijos e intentan recuperar el tiempo perdido. El colchón viscoelástico ha resistido más o menos con elegancia una noche de lujuria pero el somier, sumido en un cruel padecimiento, entrega su vida al honor de morir gloriosamente por ayudar a fomentar el amor de la comunidad. Ella gime como una puerta oxidada y él grita obscenidades mientras el techo se cae a pedazos.

En la habitación 35 el Sr. Courgette, un navegante sordo y jubilado, duerme plácidamente con un pañuelo de papel pegado a su nariz, emitiendo agresivos ronquidos de moco compacto. Su grave infección vírica le ha tenido en vela toda la noche con lo cual no ha podido cerrar el ojo hasta las cuatro y media, momento en el que finalizaba la emisión del canal de teletienda. El volumen de la televisión, todavía fuera de órbita, entona ya las noticias amargas de la madrugada. Muertes aquí y desgracias varias allá y otras más lejos.

Por lo tanto, el Sr. Sifflet, rodeado de perturbadores vecinos, ha acatado el impertinente duermevela de una larga e intranquila noche con mucha resignación.

A las 6.10 de la mañana vuelve a sonar el despertador en la mesita de noche del Sr. Sifflet. El cansancio es aparente en sus ojeras oscuras y en el párpado izquierdo ligeramente desequilibrado. El pálpito de su corazón se percibe en él como un tic nervioso. Desgraciadamente, esa noche es la víspera de un día bastante significativo en la vida del Sr. Sifflet: El día de su boda. El Sr. Sifflet se casa con la Srta. Chinchón en la Cathedrale Saint Michel situada en el número 52 de la Rue Voltaire, entre un parque de olivos y una pollería.

La Srta. Chinchón es una bibliotecaria que sobrepasa el medio siglo, discreta y desconocida en el mundo entero. No tiene gato ni amigos y el cartero no parece recordar su nombre porque nunca le llegan cartas, ni siquiera propaganda. La Srta. Chinchón se recoge por las mañanas el pelo en un moño ostentoso, como una especie de ritual supersticioso y luego esconde su timidez tras unas gafas alargadas de pasta gruesa. La mujer tiene anchas las caderas y el culo como una catedral a pesar de no haber criado niños. Cocina la codorniz con maestría aunque al Sr. Sifflet lo que le gusta es la merluza con cebollita y patatas. La Srta. Chinchón es una mujer nacida para satisfacer los últimos suspiros del solterón desconsolado, osea, del Sr. Sifflet. Por eso se dice que cada cual encuentra la horma de su zapato. 

El Sr. Sifflet finalmente ha sucumbido a su sueño, la Srta. Haricot, su amor platónico de juventud, y ahora deja que las mareas le arrastren hasta alguna orilla cálida donde sentir que es un hombre satisfecho, aunque no feliz.

Se conocieron bajo todo pronóstico y no podía ser de otro modo, en la biblioteca donde ella trabaja, en la Rue Des Palmiers, que se encuentra justo antes del colmado donde el Sr. Sifflet compra las lentejas. Debido a su estreñimiento crónico el Sr. Sifflet debe comer mucha legumbre y para ello tiene que ir a la tienda del Sr. Lemoine todos los días. Se puede decir que gracias a su problema de colon el Sr. Sifflet conoció a la Srta. Chinchón.

Aprovechando el caminillo por esa vereda urbana, el Sr. Sifflet se llevaba un libro de la biblioteca cada semana. Para retenerle unos minutos en el mostrador, ella registraba dos libros antes de atenderle, atisbando por encima de las gafas con una sonrisa tonta y siguiendo todo el protocolo: anota el nombre del autor, el primer apellido en mayúsculas, el segundo, si lo tiene, en minúsculas, y después, separado con una coma y un espacio en blanco, el nombre en minúsculas. Posteriormente consigna el número del registro en la parte inferior derecha de la primera página y lo cuña con el sello en esta página, en otra interior hacia la mitad, en la última página impresa y si el grosor lo permite, en los cantos. A veces el Sr. Sifflet venía con pis y la espera le producía un ligero bailoteo. La Srta. Chinchón, sentada en su silla azul, encauzaba ese trabajo con diligencia, día tras día, durante diez horas, con veinte minutos para tomarse un emparedado de cecina y tomate y a la espera de que el Sr. Sifflet hiciera su entrada los martes a medio día. Silenciosamente siempre ha sentido debilidad por los hombres pero el Sr. Sifflet en particular, le producía además, un ligero picor en la mollera que denotaba sin duda que le hacía tilin tilin. Cuando el Sr. Sifflet llegaba y se iba ella siempre le saludaba con dulzura: “buenos días Sr. Sifflet” y “que pase un buen día, Sr. Sifflet”. Algunos días esas palabras eran las únicas palabras amables que el hombre recibía y llegó un momento que dependió de ellas para no caer en la más miserable indolencia. De modo que una tarde invitó a la mujer a tomar una limonada y a ella le pareció bien.

El despertador suena por tercera vez. El hombre suspira una y hasta tres veces. Luego se incorpora y corre las cortinas. De repente, se acuerda de su boda y del moño de la Srta. Chinchon y le flojean las piernas. Aposenta su trasero en una silla. Su mirada se pierde en el jardín interior del hotel. Desde ahí se disfrutan unas vistas maravillosas de la ciudad fortificada. La boda es a medio día, cuando el sol está en lo más alto y calienta los corazones. Sin embargo, en el corazón del Sr. Sifflet hay un atisbo de nostalgia y dolor, además de un inicio de lluvia chispeante al otro lado de la ventana que presagia un funeral más que un día de celebraciones. De repente, vuelve a recordar que tuvo días mejores, y que su amor de infancia se llamaba Olivia Haricot.

Olivia vivía y estudiaba en Paris pero pasaba los veranos en la playa de Collioure, en el Sur de Francia, desde que tenía tres años. Allí vivía el Sr. Sifflet. Sus familias coincidían en la misma playa cada año y los críos compartían juegos de playa, excursiones y risas.

El Sr. Sifflet sentado, quieto, con su pijama anodino, y casi sin pretenderlo, desdibuja el paisaje que ve por la ventana y define mentalmente los veranos de su niñez junto a Olivia, con un halo de nostalgia en sus ojos. Collioure. Su villa medieval, la fortaleza, el castillo con muralla que domina el puerto y la iglesia de Notre Dame des Anges que ha sido pasto de grandes pintores. Las callejuelas ajetreadas de vivos colores en verano y en invierno, con su silencio pasmoso, el ambiente se mantiene íntimo y tranquilo. Demasiado íntimo y tranquilo, piensa el Sr. Sifflet rememorando días largos y noches frías en casa de sus abuelos.
(…)

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