martes, 29 de noviembre de 2011

VISITA EN BLANCO Y NEGRO


A veces ocurre. A veces te paras a pensar que el tiempo pasa muy deprisa. Demasiado. Y cuando miras atrás, ves el paisaje en tonos contrastados, sin texturas ni medias tintas, en blanco y negro, puede que incluso haya algo de gris. Aparecen objetos, notas sueltas, olores particulares y sentimientos. Y todo ese revoltijo vuela como un torbellino frente a nuestros ojos, cuando dejamos de abrirlos durante un instante. 


Este fin de semana hicimos un viaje de retorno a las raíces de la niñez, de mi niñez. Parece mentira que también fuera niña. Buf, me vienen tres suspiros y medio. ¿Cuáles fueron mis percepciones al aproximarme a aquel lugar? Alivio, por poder pisar de nuevo ese césped, sentido del deber porque no puedo permitirme olvidarlo, fragilidad porque aquél sitio ya no es el mismo, vértigo porque ahora soy mucho más alta, miedo por no entender quién era entonces, amor por haber estado ahí mientras crecía.


Para mis hijos un paseo, unas risas, una caída aquí, un moratón allá. Para mí, un retumbo de tambores antes del estallido final. Al caminar saboreaba el aire, el paisaje, el calorcito. Luego se torció la nota, cuando avisté aquellos dos personajes que siempre nos tocaban las narices. Dos vecinos de antaño, primates, que en vez de hablar mordían. Vestían de azul y limpiaban la maleza de la montaña, arrollando la paz con miradas siniestras. Qué miedo de pequeña. Qué miedo de nuevo. Siguen ahí, después de tantos años, a sus tareas, con un hacha en la mano o una sierra mecánica. Ella, contundente, bien armada. El hermano retrasado, sin voz ni voto. Ni caso, yo a lo mío. Sigo caminando y llego a mi casa. Ya no es mi casa pero de alguna forma lo sigue siendo. Me siento abrigada, segura, cuando la veo.


La valla se ha vuelto gris. Yo pasaba entonces por entre los barrotes, no sé cómo pero lo hacía. En todo caso no lo intento porque mi perfil ya no es el mismo... Todo tiene ese lánguido aspecto de abandono. La enredadera invade, la hierba está mojada y cubre los tobillos. Aquél magnolio ya no está frente a mi ventana, lo han jubilado. Las ventanas parecen más pequeñas, la piedra más pálida. Me recuerda al jardín del gigante, donde nunca sale el sol. Aquí sí que hay sol pero su luz no ilumina, aúlla como un lobo solitario denunciando que nadie cuida este rincón.


Esa era mi ventana. Mi habitación. Mi primer rayo de luz antes de levantarme para ir al colegio. Luego los cereales en la cama leyendo Tintín. Y una ducha. Y a correr que se escapa el bus y no llegamos. Y llevo calcetines diferentes y los deberes están muy crudos. Pero tengo doce años, y eso lo compensa todo. Le da sentido a todo.


Esa mesa era mi templo de bienestar después de comer. Tomaba el sol durante horas mientras leía el suplemento de El País, mi favorito los domingos. Un gran cojín bajo la cabeza. Algún perro lamiéndome un pie. Algún gato acurrucado sobre mi jersey. Y los demás en casa viendo la horrible película de después de comer. La mesa me pertenecía.


En ese cadáver de balancín, donde antaño había un armamento de cojines a rayas, tomábamos la merienda con mis primos. Un pan con chocolate después de la piscina? un montón de hojas de otoño a su alrededor que barrer? "Niña! puedes rastrillar un poco?" 
Luego haríamos una fogata con esas hojas, y el olor de la estación quedaría impregnada en pelos y manos. Me veo ahí, recogiendo hojas, con algo de hastío porque me da pereza. 


Esa pared del garaje. Ese pajarillo pintado que nunca ha llegado a tomar tierra. Una tarde o dos para pintar todo eso más la pared que da al otro lado. Mi madre marcaba el ritmo de la operación. Ahí dejamos nuestra huella. Me parece simpático recordarlo.


Miro y, ¿qué veo? Veo mañanas y noches que pasan a cámara rápida, con sus nubes y sus puestas de sol, sus buenos momentos y algunos desgarros. Y luego hago una pausa y observo ahí a mis hijos y me doy cuenta. Qué cabeza la mía! Ya no existe la niña, sólo la madre atareada con otra vida y que de vez en cuando volverá a esa montaña para verse en blanco y negro, con siete años, subida a cualquier árbol.


Nos vamos. Aquí vivía mama cuando era pequeña, les digo a mis hijos. Mi hijo mayor no entiende que yo fuera niña alguna vez. Yo soy mamá solamente. La mamá que hace sopa y que les recoge cada día del cole. Más allá hay algo pero no se entiende muy bien el qué.


Al irnos, la vecina y su hermano se cruzan en mi camino, desafiantes. ¿Tú no eras la niña que vivía aquí? No, no, le respondo viendo vibrar su sierra mecánica. Qué va, qué va, yo sólo pasaba por aquí...

viernes, 25 de noviembre de 2011

A mi niño mayor, que hoy "me ha dado el día" y me ha pedido perdón cinco veces






Hay días y días. Noches y días. Días y noches. Hay mucho de todo eso. Van a buen trote, a buen galope. A veces el viento te da tan fuerte en la cara que no consigues ver el paisaje con claridad. A veces hay que sosegar la carrera y pararse a pensar qué cosas valen la pena. Qué cosas me estoy perdiendo y no me gustaría perderme. Qué me falta. Qué me sobra. Luego, vuelves a redirigir la carreta, subiendo y bajando montañas rusas, con subidones de adrenalina a veces y con ganas de vomitar en otras ocasiones. La vida es eso, un cúmulo de buenos y malos momentos. Y luego están esos detalles que cuestan advertir porque son tan rutinarios que se esconden entre la ropa, detrás de la cortina, en los zapatos de tu hijo llenos de arena, sobre la repisa del comedor, en la jardinera, en mi cepillo de dientes. Todo eso somos. Y mucho más. 


Hoy mi hijo mayor ha metido la pata y luego me ha pedido perdón cinco veces. Yo estaba muy cabreada porque no comprende aún la importancia de las cosas. Se lo intentas explicar y te responde, no pasa nada mama, no pasa nada. Y yo me quedo pensando, sí que pasa, hijo, sí que pasa. Las cosas hay que hacerlas bien. Hay que esforzarse en la vida para que las cosas sean bonitas. No vale todo. Sólo valen algunas cosas, algunas palabras, algunos gestos. Las cosas se rompen y mi hijo dice, no pasa nada mama. Se tuerce ese pis en la taza y me dice no pasa nada mama. Se pone los pantalones del revés y me suelta no pasa nada mama. Sí hijo, no pasa nada, no se acaba el mundo. Pero, y si intentamos hacer las cosas bien?


Hoy ha metido la pata el pobrecillo, porque no se da cuenta de las tonterías que hace. Se me olvida un pequeño detalle. Sólo tiene cuatro años. Y lo repite constantemente, mama, tengo cuatro, ya tengo cuatro, y me pone cuatro deditos locos. Sí, eres un cachorro. Y yo, que llego a veces corriendo de la compra, de trabajar, de subir y de bajar, y tengo los nervios al ralentí, me enfado sin querer. Puede ocurrir. Y subo el tono de voz. Y luego me arrepiento. Es que los días se hacen largos, y para terminar la jornada me encharcas el baño y la sopa se queda fría en tu plato. Pero sabes qué? que tienes razón, los días, las noches, y todo lo que arrastran en su vaivén, son perfectos. Son perfectos porque tú existes, y porque hay imperfecciones que no tienen importancia. Y que luego sanan porque se me olvidan. Y sólo queda lo bueno. Porque me despiertas por la mañana y me das besitos sin que te los pida. Porque te importa que me enfade y me pides perdón con tus entrañas. Porque me dices "te quiero como la trucha al trucho", sin saber que el trucho no existe. Porque sé que eso significa que me necesitas. Por eso ahora, en este instante, me detengo y me relajo, con una tila calentita, mientras duermes, y pienso en lo sabias que son tus palabras cuando me dices siempre que nunca pasa nada... 


No pasa nada, mientras tú sigas estando ahí.




Tu mama te adora, te quiere y lo siguiente...



miércoles, 23 de noviembre de 2011

LA CASA DE BLANCA SE VISTE DE BLANCO Y ROJO


A pesar de que aún falta un poquito para entrar en el mes de las fiestas, del consumismo, de las reuniones familiares, de los empachos, del frío de mil pares, de los nuevos propósitos y de todo lo que conlleva un derroche extra de energía, en mi casa nos hemos adelantado. La navidad ha metido un pie en este charco. Si lo hacen los de Carrefour, aquí también nos ponemos las pilas. Me voy a abstener, no obstante, de comprar turrones y polvorones, eso lo dejo exclusivamente para el Fum-Fum-Fum. De modo que sí, ya le hemos quitado el embalaje al árbol del año pasado, y resplandece donde toca. Así, los niños se van empapando de la magia que desprende toda esta historia, y que, para bien o para mal, está a la vuelta de la esquina. 


A la gente no le gusta la navidad. Si haces una encuesta el resultado sería inminente, que la navidad es un coñazo. Yo debo ser un espécimen verde de tres ojos. Rara, rara. Pero déjame revivir aquella época de esplendor, leñe, yo sí quiero. Negar la navidad es como echarle jugo de limón a un vaso de leche. Baj! 


Yo no sabía que el tiempo pasaba tan deprisa cuando tenía cinco años. Nadie me lo advirtió. He vivido un montón de fases, que no todas, en un parpadeo, y ahora caca, 36 años y sin billete de vuelta. Por eso, me filtro en la infancia de mis hijos, como una intrusa que sólo quiere un trocito de pastel. 











El señor Gingles se ha vestido de Papá Noel y espera con impaciencia su regalito bajo el árbol. Pero todavía es pronto para pensar en ello. De forma que dispone de mucho tiempo para relajarse y dormir. Este ratón es un perezoso! 



Los gnomos se besan bajo el muérdago porque trae buena suerte. Por eso las personas que creen en los gnomos siguen esa tradición en Navidad.


Ahora sólo falta un poquito de frío, y algún que otro copo. No muchos, sólo los suficientes para poder hacer una guerra de bolas de nieve.


domingo, 20 de noviembre de 2011





A veces, cuando tengo tiempo, barro las baldosas de mi terraza. Más allá, mi olivo, en todo su esplendor. Un fabuloso olivo centenario que brilla con luz propia. Mi trocito de césped, mis bichos, mis intrusos, algunos bichos bola, caracoles, lombrices sacadas de los cuentos de Poe que se resecan durante el día, algunas cacas del pajarillo ése loco que nos visita nervioso, arriesgando su vida tontamente ante las zarpas del gato vecino, Facundo, consentido gato rico, que a veces cruza nuestra propiedad sin pedir permiso. Al otro lado de la valla el ancho campo, abierto, abrupto, y otros felinos que adornan el paisaje, huérfanos, que no han tenido tanta suerte en la vida como Facundo. Llegan sin mimos y sin calefacción, apurando la generosidad de pocos. A veces se acercan demasiado a la carretera y les achucho para que se pongan a buen recaudo, otras no hay tanta suerte y pueden sufrir un altercado dramático de un golpe seco. 


Después de recoger a mis hijos del colegio vamos a ver a la camada de este año para darles comida.  Las gemelitas Poma y Pera son bellas ninfas de tres colores, verde, amarillo y naranja, y suelen ir en pareja a todas partes. Cuando se nos olvida llevarles pienso saltan el muro de casa y llaman a nuestra puerta de cristal que da al jardín. Tres toques y dos maullidos son la contraseña. Luego me visto y salgo, aunque sea medianoche y haga frío. Me siguen por la calle como chuchos pegajosos, mezclando sus patas entre mis piernas y haciéndome difícil llegar diez metros más arriba, donde tienen su campamento. Mis hijos van heredando ése pequeño gesto de amor por el prójimo.  Aparece por un recobeco el querubín travieso, al que llamamos Guisante, saltando como una rana, gordito. Éste ya viene comido. Ha desayunado orejas y rabo de ratón, seguro. No le tienta mi festín. Más allá, el Señor Patata de cientos de años, que viene chirriando y acepta el aperitivo con suma desgana, como si fuera una obligación. Mi hijo mayor dice que ése es el malo porque es gordo y grande, de michelín ancho. Yo le digo que sólo ha vivido más tiempo.


Está esa amable señora que si fuera de ciudad sería la mujer que alimenta las palomas en la plaza. Pero aquí, en el pueblo, cuida de los gatos, que no son pocos, y se responsabiliza de que todos estén esterilizados. Los vecinos la presionan para que deje de hacerlo y le tiran caca de perro sobre el parabrisas mostrando su disconformidad. No aguantan que cuide de esos bichos, que mejor estarían muertos o aplastados por una rueda de tractor. Qué pasa, no hay suficiente montaña para convivir todos juntos? Sin embargo, me compensa pensar que hay gente para todo. Gente quebrada y gente entera. Mis hijos serán de la segunda clase.


El Sr. Gingles y yo hemos tenido una conversación. Hemos acordado un lazo de amistad entre los dos pero sin que nadie rebase los límites del prójimo. No podrá robar queso y hará sus necesidades en sitios que no puedan verse ni olerse. Por las noches no hará ruiditos estridentes y por supuesto nada de novias. Podrá traer a su hermano y a la familia que desee, en períodos reducidos y avisando con antelación.








Para festejarlo, hemos compartido con el Sr. Gingles una tarta de manzana que Guillermo, de forma completamente altruista, les ha hecho a mis hijos para agradecerme el arroz que le presté el otro día. Vino peinado, oliendo a horno y a canela, en zapatillas, como si fuera de casa, con el paño de la cocina sobre el hombro. Llamó a la puerta porque le dije una vez que nuestro timbre era muy estridente. Tres toques certeros y abrió mi hijo mayor. Al ver la tarta preguntó si era para él y Guillermo puso cara de naranja ácida. Me advirtió justo detrás y sonrió con todos sus dientes, iluminando nuestra entrada. Luego me dio las gracias por ese arroz, ese poquito de leche, esa puntita de vainilla, que a veces le falta y que yo le presto.  Le invité a pasar para tomar un trozo en la barra de la cocina, como habíamos hecho alguna vez. Entonces, piropeó mi moño y el pared de la entrada, mezclando puntos y comas, y se fue con prisas, como si se estuviera haciendo pis. Recordé mis nervios del otro día en el portal de casa, y mis ganas repentinas de hacer pis. Cuando nos vemos, uno de los dos sale corriendo por alguna razón incomprensible. Sentí un mariposeo agradable al verle. Es un hombre que me deja completamente del revés, sin saber qué decir. Es misterioso y detallista, tal vez algo complicado pero un buen tipo. Muy correcto. Y tremendamente arrebatador, aunque creo que eso no lo sabe o no sabe que yo lo pienso. Es demasiado humilde para imaginarlo. Creo que la próxima vez seré yo quien suba a saludarle. Me siento en deuda. 









El Sr. Gingles y su hermano Freddo han echado una buena siesta después del banquete. Ahora ya somos seis en casa.


jueves, 17 de noviembre de 2011






Casi navidad. Hojas y magia, frío. Mucho frío ahí fuera.

Un día casi de invierno, como hoy, en la casa del pueblo, con doce años, estaba en mi habitación sentada sobre la cama. Mi diario sobre las rodillas. No tengo ni idea de por qué estaba sola esa tarde o esa mañana. Me ocurría a menudo. Mi diario, acribillado a salvajadas, violado y ultrajado el pobre, esperaba su dosis de mí. Acostumbrado a mi complicada existencia, me temía. Ese día, lo abrí y pensé, tengo doce años... si hoy escribo algo maravilloso vendrá alguien a gritarle al mundo:

-       Esto lo ha escrito una niña. ¡Sólo tiene doce años! Asombroso...-

Hoy, han pasado veinticuatro años de ese día, casi un cuarto de siglo. Y me acuerdo de ese pensamiento, de esa vanidad. Hoy nadie advertirá mis líneas, pienso. Soy una haba seca en un saco de habas secas. Hay millones de libros escritos. Millones de libros muy bien escritos. Y por ahí habrá uno, que será el mío, el diario de una mujer que empezó siendo niña y que ahora ya tiene 36. Cuando uno piensa la edad que va a cumplir, enseguida cae en cuenta cual será el siguiente número. Y se queda con eso. Y dice, y luego 37.  Yo, cuando me quedaban días para cumplir 36 todavía decía que tenía 35. Simple. Si me hacen una encuesta por la calle, tengo 35 pero si un chico lucido me pregunta la edad probablemente diré 32 sin pensar. Pasaría por una de 30? Podría alargar a 28? Me miro en el espejo y me digo a mi misma que debería cuidarme, que duermo poco, que estoy cansada. Los niños, las vida… Pero no es eso. No vendrán días mejores aunque es verdad que tengo que cuidarme y dormir más. Estoy envejeciendo como cualquiera, eso es todo. Y es tan sutil que aunque parece que estoy más delgada es mi cara la que se está afilando. Y lo que tenía que escribir a los doce, que me tenía que haber hecho célebre, no lo escribí porque no tuve la constancia de garabatear, como ahora. Era un marciano anclado en su planeta. Era rara de cojones. Eso sí, escribía y escribía diarios, sandeces, me quiere, no me quiere, me quiere, no me quiere, pero nunca escribía nada tan maravilloso como para dejar boquiabierto a nadie. Y es que nunca enseñé nada al mundo. Tuve doce años y perdí ese tren, pero recuerdo pensar o desear tener ese don para poder vivir de esto y escribir todos los días de mi vida, de noche y con sol.

Hoy mi vida es diferente. La niña juega a ser mamá y la mamá juega a ser abuela. Mi hijo juega a ser un hombre. Mi hijo mayor, digo. El otro vive en un mundo a parte. En los mundos de Yupi. Habla árabe y ensucia pañales. El mayor me canta una tibia cancioncilla en inglés cuando vuelve del colegio. Dice Red-Pink-Yellow-Purple-Green-and-Blue. Aunque él la versiona, rebinelobabelienblu. Le llevo un Danonino al colegio y se le cae sobre la alfombrilla del coche trasera. Mama, se me ha caído elnanonino. Luego me pregunta si me he hecho pupa porque llevo una chaquetilla con coderas. Para él son tiritas gigantes. Mi hijo mayor escuda al pequeño con su vida. Si no le cojo de la mano por la calle se pone a llorar porque cree que se va a hacer daño. -Mama, cógele de la mano. Mamá!- Le vigila, le cuida. Se siente responsable de su hermano pequeño. Madre mía, se me saltan las lágrimas al verlo. Espero que siempre sea así. Luego en casa le tortura pero le adora. Le adora en secreto, y también a voces.

Estos días tenemos un intruso en el jardín. Es el señor Gingles, el ratoncito de campo que se mete por doquier y nos da sustos. He adquirido por Internet una jaulita para cazarle vivo y llevarle al pueblo vecino, a que se busque la vida o encuentre un trabajo digno. Eso sí, es encantador, y muy rápido! Hoy le he visto llegar y desaparecer sin poder a penas definir la imagen. En el movimiento sólo había rabo y orejas.

La niña juega a ser mamá y no le disgusta.  Es la vida. Pero también persigue sueños con cubiertas gruesas, como antaño. Persigue palabras, saltan juntas.  Las páginas la siguen y saludan, sonriendo. El diario continúa, sano, visceral, auténtico, como es ella. Y a quién no le guste, puede tomar la siguiente desviación a la derecha. Yo siempre voy hacia adelante.

miércoles, 16 de noviembre de 2011




25 de Noviembre de 1993

Hoy escúchame como favor y no como  obligación. ¡Hoy vengo feliz!

El por qué es obvio. Javier. Javier me encandila y me desespera. Lleva un par de días sin aparecer por el instituto. No sé por qué. Es el misterio de la semana. No obstante, por fin sé que no le soy indiferente. ¡Viva la Virgen y viva San Pancracio!

El último instante con Javier en clase fue excitante. Lunes. Clase de historia. Ese profesor con cara de bribón y cuerpecillo menudo, insoportable, habla sin parar, rápido, asustado, como un roedor, anotando en la pizarra, gesticulando, taladrando el ambiente. Qué matraca! En frente de mí, Javier, como siempre, en su pupitre. Se gira y me sonríe. Tiemblo. Qué pretende? Sus gestos son suaves. Su sonrisa, chocolate. Sus ojos invitan a pasar pero no sé si quiero pasar. Su boca llama a la mía. A qué viene este sinvivir? Gírate ya que no me concentro! Por fin me devuelve su envés y suelto aire comprimido. 

Mi cuerpo se recupera tras una parada cardíaca. Me busca de nuevo y juega conmigo. Esta asignatura la suspendo seguro. Miraditas, roces, palabras a medias, medias tintas.  El profesor  se transforma en mueble. Un mueble pequeñito y muy feo. Estoy ahí arriba, flotando. Veo a mis compañeros anotando en sus libretas. Veo una luz que se llama Javier y detrás un pupitre vacío. El mío. Bajo de la nube y me siento de nuevo en mi silla. Me estremezco. Dibujo flores. Es un tic nervioso. Otros se rascan la oreja, yo dibujo flores. El brazo de Javier se estira hacia atrás y me roza  la bota con malicia. Llevo unas Dr. Martens  púrpuras con mucho cordel anudado. Gira su silla lo suficiente para dar la espalda a la pared y mirar al profesor pero su mano sigue debajo de mi mesa, jugando con mi calzado. Espero algo impacientemente, algo, no sé qué, el corazón se me va a salir del pecho pidiendo ayuda.  Javier toma la punta del cordón de mi bota y estira el lazo, que se deshace sin oponer gran resistencia. Noto un ligero tirón. Un millón de cosquillas en el estómago. Tras esa travesura sigue el pecado. El cordón se funde en sus manos y va desapareciendo completamente de mi bota, corre hacia atrás por todos los huecos. Me seduce retando un pulso de miradas que no terminan nunca. Quiero huir. Me quiero quedar. Me desarma. Le odio pero le invito a subir a mi nube silenciosamente, con sonrisa de Lolita. Faltan dos huecos para deshacer el cordón completamente y desencajar la bota. Le freno. ¡Quieto! Mi mano ha atrapado la suya y durante unos segundos la electricidad de un rayo nos ha fusionado hasta derretirnos. Javier mira al profesor. Parece que le escucha pero se sonríe de perfil sin mirarme, esa sonrisa es mía, me pertenece, me tiene presa. ¿Nadie más lo advierte? Levanto mi mano y dejo ir la suya. Suena el timbre y se va, así, sin más. Su olor me despeina al pasar. Ni una palabra. Estoy agotada, y no tengo ni puñetera idea de quién soy pero me agacho en mi sin sentido y empiezo a vestir  mi bota con un ligero temblor, y sedienta de Javier.  ¿Qué leñes ha pasado aquí? Todo es tan fútil, tan etéreo. Ha sido un deseo madurado? No, ha ocurrido de verdad porque su silla sigue tocando la pared, y yo llego tarde a clase de literatura. El profesor me achucha para liberar la clase. Ya voy, ya voy, ¿no ves que estoy disfrutando de mi momento? Se me caen los libros, mi bota me hace cojear, el mundo sigue adelante pero yo camino torcida y tengo el vello de punta.

“Fui a los bosques porque quería vivir a conciencia, quería vivir a fondo y extraer todo el meollo a la vida, honrar todo lo que era la vida para no llegar a la muerte descubriendo que no había vivido”.


domingo, 13 de noviembre de 2011

Una charlota de peras para Blanca




Esta es la historia de un escritor clandestino que vive en un quinto sin ascensor. Sin más compañía que la de un gato verde, el tiempo parece haberse detenido. Pero en ese espacio tan vacío, donde sólo cobran sentido las palabras y las notas sueltas, esa tarde huele a dulce de almíbar y a bizcocho. 

Guillermo está enamorado pero no se puede pronunciar. Su amor se bate en la cocina, a base de crema inglesa y merengue. Esa tarde de sábado Guillermo prepara un regalo embarazosamente empalagoso, tan dulce como una nube de feria. Vacía las peras y las funde en burbujas de caramelo. Serrat le va marcando el ritmo. Da su corazón como alimento. Blanquea cinco yemas de huevo en azúcar y añade leche perfumada con vainilla. Su corazón late pensando que bajará aquellos escalones y llamará al timbre de Blanca, sin excusa alguna. Y no sabrá qué decir. Y sentirá como la tierra le engulle por los pies y le chupa la vida, ante la mirada incrédula de ella. Guillermo remueve la crema sobre esa cálida llama y un escalofrío recorre su espalda al imaginarlo. Añade nata montada y las peras, en trocitos.  

Serrat, sentado en su cocina, le da una palmadita en la espalda, le reconforta y le recuerda que tiene un proyecto alado. Y que no lo puede dejar a medias.

"Boca que arrastra mi boca,
boca que me has arrastrado:
boca que vienes de lejos
a iluminarme de rayos.

Alba que das a mis noches
un resplandor rojo y blanco.
Boca poblada de bocas:
pájaro lleno de pájaros."


Cuando la charlota está en la nevera se sienta en su sillón de cuero. Sigue haciendo frío ahí afuera. Es ya tarde para bajar a ver a Blanca. Parece tarde, se intuye. No bajará. Ni siquiera se atreve a pensarlo. Ella abriría despeinada, con un niño colgando de su vestido y quedaría presa de amor al verle ahí, sencillo, descalzo, con esa charlota humilde que pide, al menos, un beso. No harían falta palabras. Ella sonreiría y puede que incluso aceptara el gesto, sin entender nada.

Pero en verdad la realidad es muy distinta. No hay bemoles para perpetuar ese plan loco. Esa noche saciará su pena fumando en el sofá, oteando las taras del techo y divagando amores no correspondidos. La charlota se enfría, igual que su anhelo.

viernes, 11 de noviembre de 2011



Ayer volvía de la compra y me topé en el portal con mi vecino. Un chico bohemio que vive en el quinto. Se llama Guillermo. En alguna ocasión ha venido a casa a pedir huevos para sus pasteles. Es un tipo extraño pero parece buena gente. Tiene una sonrisa perfecta, ancha, entrañable. Nadie se negaría a prestarle azucar o leche cuando llega con su delantal sucio de harina, risueño, despeinado, tatareando a Serrat.

Ayer él salía cuando yo entraba, cargada con bolsas como una mula, rebosando yogures, manzanas, galletas de coco y alitas de pollo. Llevaba el vestido feo de ir a comprar, ése que tiene una mancha en el bajo que no se va con nada. Ese vestido que me pongo solamente cuando estoy completamente segura de que no voy a tener que detenerme a hablar con un hombre atractivo. Mi moño se desplomaba por la izquierda, el sueño por la derecha, colgando del hombro. Ni rastro de maquillaje. Natural como la caca de un perro, con todas mis imperfecciones. Caminaba por la calle casi autómata, con el único propósito de llegar a la cocina y soltar el cargamento. Pero de repente se abre la puerta que da a la calle y sale este hombre fuerte, carismático, con su jersey de cuello alto y unas botas negras. Y ese perfume que me hace levitar. Me pregunta qué tal, yo respondo que ya ves, hoy toca llenar la nevera. Luego una mirada larga sin comentarios adornando el portal. Bueno, me voy que tengo prisa, le digo. Voy como el pedo loco, ya sabes. Recibiste mi felicitación por tu cumpleaños? me pregunta de repente. Me quedo mirando hacia la izquierda, que es el lado que me ayuda a recordar las cosas. Andá, la tarjeta, aquella tarjeta era tuya? Sí, sabía que era tu cumpleaños porque te oí comentarlo con tu vecina. Ah, vaya detalle, gracias, nos quedamos pensando en casa de quién podía ser porque no llevaba remitente... No tenías por qué hacerlo pero gracias fue todo un detalle. Él quiere llevarme dos bolsas pero me aparto con delicadeza, agradeciendo su gesto. Gracias de nuevo, puedo yo sola, ves? estoy hecha un toro! Él sonríe, inmóvil, en la entrada. Me giro hacia el ascensor deseando esfumarme sin entender por qué este hombre me manda una tarjeta de cumpleaños con un corazón pintado. Que vaya bien el día! Le suelto torpemente. Qué frase más frívola, pienso. El ascensor no llega. Vuelvo a presionar el maldito botón. Pero si vivo en el bajos, voy caminando que son tres escalones de nada. Él sigue ahí, viendo mi numerito, con sonrisa de medio lado y ceja ascendente. Yo desaparezco por el rincón, mareando al chuletón de ternera y perdiendo patatas. Luego escucho el retumbo de esa puerta de hierro que da a la calle. Se ha ido, por fin. Y yo con estas pintas. Asesora de imagen y con estas pintas. En casa del herrero cuchara de palo. Me quito mis leggins azules de calcedonia. Me libero del vestido anchote y gris, deprimido en su pequeña existencia, y ya ligera de equipaje me dispongo a hacer un pis. Ahí gloria, me quedo un rato mirando una revista, intentando distraer mi atención en otra cosa. Mejor no comentar en casa que el vecino me manda tarjetitas, corramos un tupido velo. Qué mala suerte, tenía que toparme con él justamente hoy que iba hecha un adefesio. Y por qué me tiene que importar? si a mí ése me da lo mismo...Me ha mirado como si estuviera pirada. Tendré que arreglar esto porque yo no suelo ser así. Parecía nerviosa. Le habré dado una mala impresión, qué se habrá creído, que me gusta? que soy tontita? Sólo en una ocasión, de joven, perdí completamente el juicio por alguien, el hombre de mi vida, Javier. Más aún, el amor de mi vida. Sólo ante Javier me despedía cuando tenía que saludar y bajaba cuando tenía que subir. Pero eso me ocurría con 16 años. A los treinta y dos ya no podemos seguir esa incercia, qué verguenza!

El resto de la tarde trabajo en mi despacho, entretenida, con entusiasmo. Mi trabajo me apasiona. Tengo dos asesorías que preparar para el jueves. Una mujer que se casa y quiere tener una boda perfecta, incluido su vestido de novia, y esa otra que lleva un año en paro y ha decidido cambiar de imagen y ponerse las pilas. Recojo datos, preparo dossiers y recorro tiendas el resto del día. 

Por la noche, cuando los tres hombres de mi vida duermen, repaso mis diarios de antaño, para recordar durante un momento a Javier, en la más estrecha intimidad de una luz amarilla y algunas notas sueltas de Simon & Garfunkel. Una se vuelve frágil y pequeñita en según qué momentos. Levanto la mirada y me pierdo en la tarjeta de Guillermo, que todavía está clavada en el corcho de la pared.




20 de Noviembre de 1993


Sólo me queda enamorarme.

Al  principio no le vi pero luego me percaté de su presencia. Romeo, Romeo, comedido, satisfecho y risueño en la calle. Travieso y distraído. Inquietante, arrebatador. Le pregunté cómo iba a volver a casa y me dijo que una chica, sin concretar quién, le llevaba en coche. El brillo de mi cara expiró, emergieron ojeras y comisuras tristes. Soy sincera de expresión, incómodamente sincera. ¿Cómo le han dibujado esa admirable sonrisa? Acaso para enmarañar a pobres andróginos que están de paso? 

Cruzo la calle y le dejo atrás en un furtivo pensamiento. No me he movido, sigo ahí, mirándole, pero estoy a cinco manzanas de reflexión. Le miro a los ojos. Me siento lejos. Le tengo en frente. Él se percata del texto que garabatean mis ojos. Trescientas páginas cursis y desconsoladas en un pestañeo. Me devuelve la pregunta, y tu, como vas a tu casa?  Mis padres vendrán en un rato, miento en voz alta. Tenía la esperanza de coger el bus contigo, deseo hacia dentro.

Tras unos minutos él se alejaba con aquella afortunada y yo me perdía en su espalda, hasta que la oscuridad envolvía los restos de su sombra. Luego un hasta luego casi imperceptible. Era  medianoche. Me pareció que se giraba para verme aunque puede que lo imaginara. Sería un espejismo entre tanta niebla. Recogí del suelo algunas miradas y me las guardé en el bolsillo para cuando tuviera anhelo. Creo que voy a conquistarle el próximo lunes de alguna forma, simplemente diciendo las palabras adecuadas. Serán palabras divagadas? Javier…


jueves, 10 de noviembre de 2011





12 de Noviembre de 1993

Es casi de madrugada. Estoy aburrida del mismo suspiro que viene de adentro para resignarme, tal vez para nada.  Diez segundos  perdidos en el espacio  tras el segundo suspiro y el sueño está al caer. Me acecha  aunque no estoy preparada. Se posa sobre mi párpado izquierdo como una mosca empalagosa pero lo combato para terminar de escribir unas líneas en estas dichosas páginas. Las palabras se tuercen. Los dieciocho años a veces son ambiguos y tediosos, errantes, metafísicos. Y dan pereza. Y me gusta pensar en ello porque me juzgo y por supuesto me compadezco. Soy un bicho raro como todas las adolescentes de ahí afuera. Por lo menos eso quiero pensar.  Que no soy un bicho raro aislado sino que hay una plaga de bichos raros obstruida por un tráfico hormonal muy pesado. Y luchamos por girar en la siguiente esquina, y por fin pasar página a una etapa más cómoda, si la hubiere.

Frente a mi, la gata ha fijado con sutileza sus faros azules. Permanece inmóvil, impasible, relajada. Seduce con su templanza. Cocó me cuenta que ha perseguido roedores y ha trepado cinco árboles. También, que se hizo rosca en un rincón del salón y nadie la advirtió. Que comió un poco de queso y dejó sus zarpas en el jamón de la cocina. Me habla dulce, ronronea. Le gusto.  Miaaaau. Ahora te pongo un aperitivo Cocó, dame un minuto, que no me centro, estoy demasiado curvada a la izquierda...

Los gatos de mi vida. He conocido un regimiento. Me rodean, siempre lo hicieron.  Hay un lazo invisible que nos une. Saben que pueden confiar en mí. Mi primer gato estaba hueco. Le encontré en el bosque, con seis años. Estaba oscuro y hacía frío con lo que pensé en llevármelo a casa y cuidarlo. Recogí un palo del suelo y lo pinché en él mientras los gusanos le devoraban. Pero eso lo descubrí al llegar a casa y acercarme a una luz. Creía que podía devolverle a la vida pero en ese momento mi madre, que daba la vuelta a su tortilla de patata en la cocina, soltó un alarido de loca mientras la tortilla se incrustaba en el techo. Entonces me di cuenta de que hubiera sido mejor dejar a ese pobre bicho descomponerse en paz en su agujero. Aunque mi intención había sido buena, esa noche me fui a la cama sin cenar.

Me voy a ensombrecer. Cierro.

martes, 8 de noviembre de 2011



La magia de Benjamin Lacombe te transporta a otros mundos, sin pretenderlo. Casi da miedo entrar porque podríamos no volver a salir jamás...


Mi-guel-Án-gel es un nombre mágico y bonito, articulado. Mi-guel-Án-gel. Cuatro sílabas. Vocales encadenadas. Miguel Ángel es frágil, como un ratón. Miguel Ángel viaja sin comprar billete. Camina despacio. Levanta el pie cuando advierte una piedra pero se distrae ante el segundo bache, y cae. Va a trompicones, sin vereda. Miguel Ángel se  volvió a casar y tuvo más hijos. También se divorciaría de su segunda esposa. ¿Sembraría un poquito de incertidumbre en sus hijos con su fuga? Qué pasó después con Miguel Ángel? ¿Qué pasó después con esos otros hijos? Hasta ahí la historia acreditada. Mi madre no derrama ni un relato más, sólo los que son necesarios para salir del paso cuando su hija le pregunta. Y, "hasta ahí puedo leer" dice mi madre. ¡No me fastidies!

Miguel Ángel apareció en un programa hortera de la tele para buscar novia, hace muchos años. Increíble. Miguel Ángel tiene pajaritos en la cabeza, pero Miguel Ángel es mi padre y le acepto con sus paranoias y sus extravagancias. ¿Acaso yo no soy exactamente así? Y esos hijos que tuvo después, y que no conozco, y que viajan bajo sus paraguas en días de lluvia, camuflados en gente anodina, serán también así? ¿Tendrán mi nariz?


Una vieja amiga de mi madre, que conoció a mi padre, me prometió rebuscar en calles de antaño, donde hubo vivido familia del sujeto desaparecido, y sonsacar a las piedras. ¿Recordará algo la frutera que vivía en frente? A lo mejor mi padre le compró un kilo de manzanas para hacer un pastel hace treinta años. Ese pastel que se quemó en el horno y no llegaron a probar las niñas de su vida.

Esa mujer es alegre y me sonríe por teléfono. Vive lejos de donde yo vivo. María Luísa, otro nombre compuesto. Ella, me alcanza cuando le hablo de lazos. Mi madre entiende cadenas pero yo hablo de lazos todo el tiempo. María Luísa me habla con ternura, me serena, me hace sonreír, me hace soñar. Le gusta mucho la cerveza, igual que a mi madre. Esa generación ha sido una generación contenta.  Venga, una cervecita. Y otra. Ala, venga, en el aperitivo, a media mañanita, después del paseo... A mi madre la cerveza le consuela y a María Luisa le alivia la sed. Una piensa en blanco y negro y la otra perfila matices brillantes de sueños rotos. Ninguna tuvo una vida fácil pero mientras una cuece verduritas de desesperanza la otra hornea pasteles de chocolate y engorda, y es feliz. Ciertamente, no conozco mucho a María Luísa, porque la distancia es enemiga del cariño, pero hablar con ella diez minutos por teléfono es como sentir que mis ancestros están sentados a su alrededor, jugando una partida de mus. Y suena la música. Y ríen. Me habla de gente que no he conocido pero que me pertenecen. Me incluye en un club. Formo parte de un círculo cerrado. Tengo un apellido y quiero escuchar cuentos, compartir alientos con esos que tienen el mismo apellido que yo. Y que ya no están.

El detective me escribe por fin, y dice que mi padre no vive ya donde antaño. Que tenga paciencia, que le llevará más tiempo averiguar en qué lugar de la Mancha vive Don Quijote, porque con ese nombre y esos apellidos tan comunes tendrá que recorrer millas. Pero allí no está. Me pregunta si quiero abandonar. Pues no, ya que me he puesto, sigo, no? O me voy a quedar con la duda? Haga usted todo lo que pueda, que algo será. Menos es lo que ya tengo, nada. Entonces, me llevará un tiempo, me dice. ¿Qué querrá decir con eso de "un tiempo"?

Esa noche hago judías verdes con desaliento. Las muy asquerosas se ríen en el hervidero. Se ríen de mí. Mis hijos no se las comerán fácilmente porque son verdes y ellos no comen cosas rojas, naranjas o verdes. De forma que las haré en puré, con queso y patatas. Y alguna zanahoria. Qué ingratas judías! Ya te lo decía tu madre, me gritan. ¡No le vas a encontrar! El pobre está gravitando alrededor de la tierra en misión espacial. Se han soltado cinco tornillos del satélite Catapún, que es un satélite muy importante, y ha olvidado el maletín de las herramientas. Está atrapado en su inercia y no volverá. Sentencia, no regresar. No regresar, no regresar… Subo la intensidad del fuego y las judías se disuelven en un burbujeo más agudo. ¡A callar! que vuestra resolución también está escrita...

Estoy a punto de irme a dormir. Tengo el pelo mojado y estoy casi desnuda, en mi silla, tecleando. Todos duermen ya. Mi marido y yo hemos tenido una cita de velas en la bañera mientras los niños dormitaban. Las velas tocaban el violín y el agua caliente era testigo de nuestro arrebato. ¿Un heladito después? No hay cigarrito así que... No. Tú, cómete un helado, cariño, que yo tecleo diez minutos antes de meterme en la cama. No me esperes despierto.

Mi niño mayor no se hará pipí en la cama esta noche. Mi otro niño roncará un poquito y soñará conmigo. Me da besitos que no suenan a xuic, suenan a mua, porque todavía no sabe dar besitos de verdad. 

Mi marido encontró aquella tarjeta de cumpleaños prudente y tímida con un corazón pintado que ponía "Felicidades Blanca". Me preguntó de quién era. ¿No es tuya? le pregunto. No, responde. Me quedo mirando el papel con incredulidad. No tengo ni idea de quién la escribe. Qué raro. La guardo en un cajón del olvido, pensando zanjar ese tema en otro momento. Tal vez no lo haga.


lunes, 7 de noviembre de 2011





Ayer leímos cuentos a los niños antes de acostarlos. El pequeño tiene su gracia, se lee a si mismo en árabe. No hay Dios que le entienda. No hace falta que digamos nada, vive en su mundo, es autosuficiente. Él mismo pasa las páginas. Comenta las ilustraciones en su dialecto extraño y exclama en español "¿Oh, no!" cuando la bruja de Blanca Nieves se despeña por la montaña. El mayor se queda en silencio y escucha cuando leemos. Luego, el ya conocido "Colorín colorado.." y él mismo responde a la vez que se tapa hasta la nariz "...este cuento ha terminado". Apagamos la luz y afortunadamente se quedan en la cama tranquilos, cogiendo el sueño. 

Hace algo más de un mes, mientras me lavaba los dientes, un golpe seco y un llanto. Por primera vez, el pequeño intentó fugarse de su cuna y no atinó bien la distancia. Espachurrado contra el suelo y amortiguado por una cordial alfombra verde de Ikea, me esperaba haciendo un poco la pena. Conclusión, mi bebé está dejando de ser bebé, le quedan días. Por eso, hemos transformado la cuna en cama. Antes fue moisés en cuna. Ahora es cuna en cama. Luego cambiará de cama. Luego cambiará de casa. Luego vejez y pastel de chocolate, y fotos, y dientes de quita y pon. Y a chochear. Pero de momento va de cuna en cama. Sólo va de cuna en cama…

Por la noche música para dormir: Debussy, Chopin, mi gran amigo Mozart, en andante. En el adagio de Marcello el primer bostezo, una maravilla, un deleite. ¿Qué puede provocar a una mente tan verde un sonido tan sublime? Mariposas. Pájaros. Hojas. Ramas. Cielo. Verde. Brisa. Galletas y helado de chocolate. Con Ravel, Berceuse sur le nom de Faure un segundo bostezo, un suspiro. Pavane de la Belle au Bois dormant le desmorona el cuerpecillo entre las sábanas frescas. Antes risas, cosquillas. Canturreo. Luego sueño tranquilo. Y en ese espacio de tiempo me pierdo en las esquinas de la habitación, en la cortina, en las taras casi imperceptibles de una pared. Reparo en todos los detalles. Pienso en cómo se transformará esa habitación de niño pequeño cuando lleguen a la adolescencia. Me horripila un poquito pensar en eso. Déjame disfrutar del momento. Todavía son mis cachorrillos de teta.

Mi bebé grandote dormita en su cama nueva. Mi niño mayor tiene el sueño templado. Están a salvo en un mundo inestable. Saben que su madre está a menos de dos metros y vigila. Están calentitos. El bebé con su conejo de peluche, su nana, y su tete que succiona con fruición. Por qué no tendrán todos los críos lo que tienen en este momento mis niños? Odio pensar que ahí afuera hay niños con hambre, con frío, con carencias. Cuando lo pienso, me levanto y acaricio a mi bebé, como si eso arreglara el mundo. Ese sentimiento hacia un niño tan entero que se desprende de uno mismo, tan generoso, tan redondo, es real. Debería ser así en todas partes. Me siento fuerte porque sé que a mi lado tienen ambos una vida despreocupada.  Soy la sombra que les acompaña cuando se preocupan, la gran mano de infinitos dedos, todos mágicos. Soy la sonrisa que buscan. Mi hijo mayor me mira y espera un gesto en mis comisuras que le calme. "Mamá, tú contenta?"  me pregunta. "Sí, hijo, mamá está contenta". Y esas palabras abren caminos, sosiegan su día. ¡Es tan simple!

Hoy cenamos spaghetti con salmón fresco. Ayer judías verdes y hamburguesa de conejo. Antes de ayer croquetas de espinacas y lentejas. Buf, hoy qué hago de cena?

He estado picando mientras hacía la compra porque tenía la tensión por los suelos. Mis extraordinarias napolitanas de chocolate. El empujón hacia delante, la palmadita en la espalda, una brisilla en la nuca. Sin el chocolate ocasional no logro calmar esa ansiedad enemiga que va y viene de vez en cuando por el exceso de actividades, de gestiones, de tareas, que llenan mis días. Con esa pizca de dulce todo se ve distinto, el carrito va más recto, y compro con más cordura. Zumos con pajita, aceite de oliva y yogures que no falten. Aguas con pitorrito para los niños. Lechuga y galletas María. Toneladas de papel de WC y un paquete de chicles. Hoy sólo voy a por cuatro cosas. Paso desapercibida porque mi carrito no rebosa por los pasillos. El coche naranja veloz por la carretera, la música alegrando el trayecto, el aire despeinando el flequillo. Y en casa un poco de tecleo que deja huella, no debo perder la constancia. Mi patrimonio. Una herencia de puntos y comas. Las palabras fluyen solas pero sólo un momento. A las cinco la rutina se deja ver. Mi niño mayor sale del colegio, cansado, dando algo de guerra, y luego el pequeño, con sus rizos deshechos y algo de calor de tarde, me espera impaciente en la guardería. Cuando me sorprenden en la puerta sus caras son un cuadro precioso, digno de estar en el mejor museo de la ciudad. La sonrisa de ambos asciende hasta las cejas cuando me ven llegar. Tengo que escribirlo para no olvidarlo nunca.

jueves, 3 de noviembre de 2011





No hay noticias del detective desde hace una semana, estoy confusa. Es normal? Cuáles son los motivos de su silencio? Podría haberme escrito un email sencillo, una excusa pasajera, un consuelo surrealista, algo! Oiga, que no está en el listín o señorita, han arrancado la página exacta que buscamos. O, ha saltado de un quinto piso. O, subió el pico más alto y se hizo budista. ¿Tal vez, está en prisión por haber atracado a un ciego? O, no le encuentro señora, este hombre se ha esfumado o no ha vivido jamás en España. Puede que no existiera! O, su padre es un traspié, un error de cálculos. En realidad este señor fue su padre en una vida anterior, hace más de cien años. Fue un prestigioso oficial que murió combatiendo en la Batalla de Waterloo. Aunque puede también que fuera aquél pescador resfriado y sordo que fumaba en pipa. O más realista incluso, su padre es un repartidor que siempre tiene prisa y no le alcanzo... Cualquier cosa! Estoy histérica de saber, de poder saber o de saber que no sabré jamás.


Tal vez mi padre se quedó dormido en el sofá viendo el programa de Sálvame de Luxe tras tomarse una doble ración de barbitúricos por depresión. Está inconsciente y por eso no sale de casa. Y nadie le echa de menos. Y el detective no le ve entrar ni salir del portal.

Al mirar por la ventana pienso que lo más probable es que la hoja que baila en ese remolino acabe por ascender y esfumarse, aunque tal vez se sosiegue. Tal vez esa hoja rodeó el aura de mi padre y volvió a esfumarse. Y hoy está aquí, rodeando la mía. Cuánto has recorrido? Qué sabes? Qué intriga! Lo más probable es que mi padre ya no exista porque alguien le dio un disgusto de espíritu y en estos momentos está a tres metros bajo tierra, ceniciento. Qué incertidumbre! A lo mejor degustó su último filete raquítico aquella tarde inclemente, y se cortó el corazón con el cuchillo al pelar la manzana. Y si fuera un ataque al corazón provocado por un horrible susto? Alguien le llamó por teléfono y en su tórrido desamparo, en el vacío de aquella habitación sombría, una noticia le dejó tieso. Y su cuerpo yace sobre el suelo, con manchas de mayonesa en su camisa. Y el detective se cansó de esperar en el portal. Y llamó incluso al timbre, en un intento desesperado, pero todo fue en vano.
  
Dios mío, qué noticia le dieron a mi padre? Qué pasó?

Y si hubiera soñado conmigo la noche anterior, como una diapositiva que vuelve de antaño, que se cae de un libro rancio? 

El tibio roce de una mano pequeña sobre su brazo, una risa chiquilla y dulce en el oído que no sabes de dónde viene o por qué es tan dulce. Olor a carrusel y a nube de algodón. Margaritas y piñones en la escalera. No reconociendo que era yo abriría demasiado rápido los ojos al despertar, sobresaltado, y la imagen se desvanecería. Y aunque sintiera ese escalofrío tan fascinante de algo familiar que envuelve y seduce, jamás hubiera llegado a la conclusión de que un trocito suyo le estaba suplicando a lo lejos. Y se levantaría de la cama esa mañana, su última mañana, arrastrando un deje de no sé qué, que provoca silencio y pena. Un café recalentado en la cocina, una zapatilla no encontrada, el pie frío sobre la baldosa. Eco. La boca seca. Sus últimas horas. ¿Su última mañana con vida?




Sigue la época de lluvias intermitentes. Uno se moja a ratos si se deja. Es un poco latoso la verdad, porque estamos pendientes constantemente de coger el paraguas, de dónde dejé el paraguas, de quién le ha sacado una varilla al paraguas...


Esta mañana he ido a clase de yoga. Hemos activado la glándula pituitaria y también hemos abierto el séptimo chakra, ha dicho la profesora. Todo nuestro cuerpo debía sostenerse sobre la cabeza de algún modo incomprensible. Miraba a mi alrededor. Seré la única que se siente bicho verde en este agujero? A mí, hacer un ratito el mono me ha dado un mareo de narices y dolor de cabeza, pero si he abierto el séptimo chakra significa que he conectado con mi espiritualidad y me he integrado con mi ser físico, emocional, mental y místico. Todo eso! Me turba pensar que he podido abrir esa puerta tan peligrosa. Si lo hubiera hecho correctamente las consecuencias podrían haber sido catastróficas! Afortunadamente, no soy lo que se dice una gran aficionada a esto aunque intento probarlo todo para tener criterio.

De vuelta a casa abro el buzón y encuentro alguna carta del banco y un poco de propaganda. Más allá una tarjeta tímida, oculta en su prudencia. La recojo como un pajarillo herido, con respeto, incrédula, curiosa. Es una tarjeta con hojas de otoño y un corazón pintado en el centro. Todo muy romántico. Será de mi marido, pienso. No hay remitente, sólo un sello feo. Se habrá equivocado el cartero, será para alguna vecina? Ah no, pone mi nombre! En un lateral descubro un mensaje pequeñito, escrito con lápiz, con caligrafía de mosquita mareada. Pone "feliz cumpleaños Blanca". Me quedo perpleja pero no le doy más importancia. Subo a casa y me doy un baño muy caliente. Tengo cosas que hacer. Tengo rutas de moda que acechar. Hoy me pongo las pilas con unos cereales de mis hijos y leche muy fría. Pongo música mientras desayuno, Calypso de Robert Mitchum que siempre me ayuda a encender motores y a salir de casa de buen humor. Mis vinilos, mi tesoro. 
En la entrada hay un espejo no muy limpio, ciertamente. Me observo en él para encontrarme y darme beneplácito. Estoy conforme? Habrá que acostumbrarse a estas ojeras oscuras y piel cetrina. Un poco de corrector y colorete harán el resto.


Este año mi cumpleaños ha sido muy familiar y le ha dado una vuelta a ese concepto de vida tan básico que a veces se olvida. A esa vela generosa le pedí más de lo que ya tengo. Pedí salud para mis niños y un poco de suerte. Tampoco mucha pero variadita, bien repartida. Luego soplé. Se me olvidó exigir lo que exige todo el mundo, un poquito de lotería para afianzar la vida pero me parece superficial en según qué momentos. Creo que incluso trae mala suerte ser avaricioso. Seamos cautos. Dos increíbles pasteles brillaban sobre la mesa. Me acordé del año anterior. Mi madre había olvidado comprarlo y en su defecto sacó una galleta y le puso encima una vela cónica, fea, que guardaba de una vida anterior. Y aquél soplido rancio, que surgió aquél día de mi boca, se detuvo ante la llama multicolor, gimió y se fue volando por la ventana. Y por ahí, en algún lugar, todavía ronda a trompicones mi deseo del año 2010, que ahora que lo pienso, creo que iba hueco.