domingo, 20 de noviembre de 2011





A veces, cuando tengo tiempo, barro las baldosas de mi terraza. Más allá, mi olivo, en todo su esplendor. Un fabuloso olivo centenario que brilla con luz propia. Mi trocito de césped, mis bichos, mis intrusos, algunos bichos bola, caracoles, lombrices sacadas de los cuentos de Poe que se resecan durante el día, algunas cacas del pajarillo ése loco que nos visita nervioso, arriesgando su vida tontamente ante las zarpas del gato vecino, Facundo, consentido gato rico, que a veces cruza nuestra propiedad sin pedir permiso. Al otro lado de la valla el ancho campo, abierto, abrupto, y otros felinos que adornan el paisaje, huérfanos, que no han tenido tanta suerte en la vida como Facundo. Llegan sin mimos y sin calefacción, apurando la generosidad de pocos. A veces se acercan demasiado a la carretera y les achucho para que se pongan a buen recaudo, otras no hay tanta suerte y pueden sufrir un altercado dramático de un golpe seco. 


Después de recoger a mis hijos del colegio vamos a ver a la camada de este año para darles comida.  Las gemelitas Poma y Pera son bellas ninfas de tres colores, verde, amarillo y naranja, y suelen ir en pareja a todas partes. Cuando se nos olvida llevarles pienso saltan el muro de casa y llaman a nuestra puerta de cristal que da al jardín. Tres toques y dos maullidos son la contraseña. Luego me visto y salgo, aunque sea medianoche y haga frío. Me siguen por la calle como chuchos pegajosos, mezclando sus patas entre mis piernas y haciéndome difícil llegar diez metros más arriba, donde tienen su campamento. Mis hijos van heredando ése pequeño gesto de amor por el prójimo.  Aparece por un recobeco el querubín travieso, al que llamamos Guisante, saltando como una rana, gordito. Éste ya viene comido. Ha desayunado orejas y rabo de ratón, seguro. No le tienta mi festín. Más allá, el Señor Patata de cientos de años, que viene chirriando y acepta el aperitivo con suma desgana, como si fuera una obligación. Mi hijo mayor dice que ése es el malo porque es gordo y grande, de michelín ancho. Yo le digo que sólo ha vivido más tiempo.


Está esa amable señora que si fuera de ciudad sería la mujer que alimenta las palomas en la plaza. Pero aquí, en el pueblo, cuida de los gatos, que no son pocos, y se responsabiliza de que todos estén esterilizados. Los vecinos la presionan para que deje de hacerlo y le tiran caca de perro sobre el parabrisas mostrando su disconformidad. No aguantan que cuide de esos bichos, que mejor estarían muertos o aplastados por una rueda de tractor. Qué pasa, no hay suficiente montaña para convivir todos juntos? Sin embargo, me compensa pensar que hay gente para todo. Gente quebrada y gente entera. Mis hijos serán de la segunda clase.


El Sr. Gingles y yo hemos tenido una conversación. Hemos acordado un lazo de amistad entre los dos pero sin que nadie rebase los límites del prójimo. No podrá robar queso y hará sus necesidades en sitios que no puedan verse ni olerse. Por las noches no hará ruiditos estridentes y por supuesto nada de novias. Podrá traer a su hermano y a la familia que desee, en períodos reducidos y avisando con antelación.








Para festejarlo, hemos compartido con el Sr. Gingles una tarta de manzana que Guillermo, de forma completamente altruista, les ha hecho a mis hijos para agradecerme el arroz que le presté el otro día. Vino peinado, oliendo a horno y a canela, en zapatillas, como si fuera de casa, con el paño de la cocina sobre el hombro. Llamó a la puerta porque le dije una vez que nuestro timbre era muy estridente. Tres toques certeros y abrió mi hijo mayor. Al ver la tarta preguntó si era para él y Guillermo puso cara de naranja ácida. Me advirtió justo detrás y sonrió con todos sus dientes, iluminando nuestra entrada. Luego me dio las gracias por ese arroz, ese poquito de leche, esa puntita de vainilla, que a veces le falta y que yo le presto.  Le invité a pasar para tomar un trozo en la barra de la cocina, como habíamos hecho alguna vez. Entonces, piropeó mi moño y el pared de la entrada, mezclando puntos y comas, y se fue con prisas, como si se estuviera haciendo pis. Recordé mis nervios del otro día en el portal de casa, y mis ganas repentinas de hacer pis. Cuando nos vemos, uno de los dos sale corriendo por alguna razón incomprensible. Sentí un mariposeo agradable al verle. Es un hombre que me deja completamente del revés, sin saber qué decir. Es misterioso y detallista, tal vez algo complicado pero un buen tipo. Muy correcto. Y tremendamente arrebatador, aunque creo que eso no lo sabe o no sabe que yo lo pienso. Es demasiado humilde para imaginarlo. Creo que la próxima vez seré yo quien suba a saludarle. Me siento en deuda. 









El Sr. Gingles y su hermano Freddo han echado una buena siesta después del banquete. Ahora ya somos seis en casa.


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