Ayer volvía de la compra y me topé en el portal con mi vecino. Un chico bohemio que vive en el quinto. Se llama Guillermo. En alguna ocasión ha venido a casa a pedir huevos para sus pasteles. Es un tipo extraño pero parece buena gente. Tiene una sonrisa perfecta, ancha, entrañable. Nadie se negaría a prestarle azucar o leche cuando llega con su delantal sucio de harina, risueño, despeinado, tatareando a Serrat.
Ayer él salía cuando yo entraba, cargada con bolsas como una mula, rebosando yogures, manzanas, galletas de coco y alitas de pollo. Llevaba el vestido feo de ir a comprar, ése que tiene una mancha en el bajo que no se va con nada. Ese vestido que me pongo solamente cuando estoy completamente segura de que no voy a tener que detenerme a hablar con un hombre atractivo. Mi moño se desplomaba por la izquierda, el sueño por la derecha, colgando del hombro. Ni rastro de maquillaje. Natural como la caca de un perro, con todas mis imperfecciones. Caminaba por la calle casi autómata, con el único propósito de llegar a la cocina y soltar el cargamento. Pero de repente se abre la puerta que da a la calle y sale este hombre fuerte, carismático, con su jersey de cuello alto y unas botas negras. Y ese perfume que me hace levitar. Me pregunta qué tal, yo respondo que ya ves, hoy toca llenar la nevera. Luego una mirada larga sin comentarios adornando el portal. Bueno, me voy que tengo prisa, le digo. Voy como el pedo loco, ya sabes. Recibiste mi felicitación por tu cumpleaños? me pregunta de repente. Me quedo mirando hacia la izquierda, que es el lado que me ayuda a recordar las cosas. Andá, la tarjeta, aquella tarjeta era tuya? Sí, sabía que era tu cumpleaños porque te oí comentarlo con tu vecina. Ah, vaya detalle, gracias, nos quedamos pensando en casa de quién podía ser porque no llevaba remitente... No tenías por qué hacerlo pero gracias fue todo un detalle. Él quiere llevarme dos bolsas pero me aparto con delicadeza, agradeciendo su gesto. Gracias de nuevo, puedo yo sola, ves? estoy hecha un toro! Él sonríe, inmóvil, en la entrada. Me giro hacia el ascensor deseando esfumarme sin entender por qué este hombre me manda una tarjeta de cumpleaños con un corazón pintado. Que vaya bien el día! Le suelto torpemente. Qué frase más frívola, pienso. El ascensor no llega. Vuelvo a presionar el maldito botón. Pero si vivo en el bajos, voy caminando que son tres escalones de nada. Él sigue ahí, viendo mi numerito, con sonrisa de medio lado y ceja ascendente. Yo desaparezco por el rincón, mareando al chuletón de ternera y perdiendo patatas. Luego escucho el retumbo de esa puerta de hierro que da a la calle. Se ha ido, por fin. Y yo con estas pintas. Asesora de imagen y con estas pintas. En casa del herrero cuchara de palo. Me quito mis leggins azules de calcedonia. Me libero del vestido anchote y gris, deprimido en su pequeña existencia, y ya ligera de equipaje me dispongo a hacer un pis. Ahí gloria, me quedo un rato mirando una revista, intentando distraer mi atención en otra cosa. Mejor no comentar en casa que el vecino me manda tarjetitas, corramos un tupido velo. Qué mala suerte, tenía que toparme con él justamente hoy que iba hecha un adefesio. Y por qué me tiene que importar? si a mí ése me da lo mismo...Me ha mirado como si estuviera pirada. Tendré que arreglar esto porque yo no suelo ser así. Parecía nerviosa. Le habré dado una mala impresión, qué se habrá creído, que me gusta? que soy tontita? Sólo en una ocasión, de joven, perdí completamente el juicio por alguien, el hombre de mi vida, Javier. Más aún, el amor de mi vida. Sólo ante Javier me despedía cuando tenía que saludar y bajaba cuando tenía que subir. Pero eso me ocurría con 16 años. A los treinta y dos ya no podemos seguir esa incercia, qué verguenza!
El resto de la tarde trabajo en mi despacho, entretenida, con entusiasmo. Mi trabajo me apasiona. Tengo dos asesorías que preparar para el jueves. Una mujer que se casa y quiere tener una boda perfecta, incluido su vestido de novia, y esa otra que lleva un año en paro y ha decidido cambiar de imagen y ponerse las pilas. Recojo datos, preparo dossiers y recorro tiendas el resto del día.
Por la noche, cuando los tres hombres de mi vida duermen, repaso mis diarios de antaño, para recordar durante un momento a Javier, en la más estrecha intimidad de una luz amarilla y algunas notas sueltas de Simon & Garfunkel. Una se vuelve frágil y pequeñita en según qué momentos. Levanto la mirada y me pierdo en la tarjeta de Guillermo, que todavía está clavada en el corcho de la pared.
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