martes, 29 de noviembre de 2011

VISITA EN BLANCO Y NEGRO


A veces ocurre. A veces te paras a pensar que el tiempo pasa muy deprisa. Demasiado. Y cuando miras atrás, ves el paisaje en tonos contrastados, sin texturas ni medias tintas, en blanco y negro, puede que incluso haya algo de gris. Aparecen objetos, notas sueltas, olores particulares y sentimientos. Y todo ese revoltijo vuela como un torbellino frente a nuestros ojos, cuando dejamos de abrirlos durante un instante. 


Este fin de semana hicimos un viaje de retorno a las raíces de la niñez, de mi niñez. Parece mentira que también fuera niña. Buf, me vienen tres suspiros y medio. ¿Cuáles fueron mis percepciones al aproximarme a aquel lugar? Alivio, por poder pisar de nuevo ese césped, sentido del deber porque no puedo permitirme olvidarlo, fragilidad porque aquél sitio ya no es el mismo, vértigo porque ahora soy mucho más alta, miedo por no entender quién era entonces, amor por haber estado ahí mientras crecía.


Para mis hijos un paseo, unas risas, una caída aquí, un moratón allá. Para mí, un retumbo de tambores antes del estallido final. Al caminar saboreaba el aire, el paisaje, el calorcito. Luego se torció la nota, cuando avisté aquellos dos personajes que siempre nos tocaban las narices. Dos vecinos de antaño, primates, que en vez de hablar mordían. Vestían de azul y limpiaban la maleza de la montaña, arrollando la paz con miradas siniestras. Qué miedo de pequeña. Qué miedo de nuevo. Siguen ahí, después de tantos años, a sus tareas, con un hacha en la mano o una sierra mecánica. Ella, contundente, bien armada. El hermano retrasado, sin voz ni voto. Ni caso, yo a lo mío. Sigo caminando y llego a mi casa. Ya no es mi casa pero de alguna forma lo sigue siendo. Me siento abrigada, segura, cuando la veo.


La valla se ha vuelto gris. Yo pasaba entonces por entre los barrotes, no sé cómo pero lo hacía. En todo caso no lo intento porque mi perfil ya no es el mismo... Todo tiene ese lánguido aspecto de abandono. La enredadera invade, la hierba está mojada y cubre los tobillos. Aquél magnolio ya no está frente a mi ventana, lo han jubilado. Las ventanas parecen más pequeñas, la piedra más pálida. Me recuerda al jardín del gigante, donde nunca sale el sol. Aquí sí que hay sol pero su luz no ilumina, aúlla como un lobo solitario denunciando que nadie cuida este rincón.


Esa era mi ventana. Mi habitación. Mi primer rayo de luz antes de levantarme para ir al colegio. Luego los cereales en la cama leyendo Tintín. Y una ducha. Y a correr que se escapa el bus y no llegamos. Y llevo calcetines diferentes y los deberes están muy crudos. Pero tengo doce años, y eso lo compensa todo. Le da sentido a todo.


Esa mesa era mi templo de bienestar después de comer. Tomaba el sol durante horas mientras leía el suplemento de El País, mi favorito los domingos. Un gran cojín bajo la cabeza. Algún perro lamiéndome un pie. Algún gato acurrucado sobre mi jersey. Y los demás en casa viendo la horrible película de después de comer. La mesa me pertenecía.


En ese cadáver de balancín, donde antaño había un armamento de cojines a rayas, tomábamos la merienda con mis primos. Un pan con chocolate después de la piscina? un montón de hojas de otoño a su alrededor que barrer? "Niña! puedes rastrillar un poco?" 
Luego haríamos una fogata con esas hojas, y el olor de la estación quedaría impregnada en pelos y manos. Me veo ahí, recogiendo hojas, con algo de hastío porque me da pereza. 


Esa pared del garaje. Ese pajarillo pintado que nunca ha llegado a tomar tierra. Una tarde o dos para pintar todo eso más la pared que da al otro lado. Mi madre marcaba el ritmo de la operación. Ahí dejamos nuestra huella. Me parece simpático recordarlo.


Miro y, ¿qué veo? Veo mañanas y noches que pasan a cámara rápida, con sus nubes y sus puestas de sol, sus buenos momentos y algunos desgarros. Y luego hago una pausa y observo ahí a mis hijos y me doy cuenta. Qué cabeza la mía! Ya no existe la niña, sólo la madre atareada con otra vida y que de vez en cuando volverá a esa montaña para verse en blanco y negro, con siete años, subida a cualquier árbol.


Nos vamos. Aquí vivía mama cuando era pequeña, les digo a mis hijos. Mi hijo mayor no entiende que yo fuera niña alguna vez. Yo soy mamá solamente. La mamá que hace sopa y que les recoge cada día del cole. Más allá hay algo pero no se entiende muy bien el qué.


Al irnos, la vecina y su hermano se cruzan en mi camino, desafiantes. ¿Tú no eras la niña que vivía aquí? No, no, le respondo viendo vibrar su sierra mecánica. Qué va, qué va, yo sólo pasaba por aquí...

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