domingo, 13 de noviembre de 2011

Una charlota de peras para Blanca




Esta es la historia de un escritor clandestino que vive en un quinto sin ascensor. Sin más compañía que la de un gato verde, el tiempo parece haberse detenido. Pero en ese espacio tan vacío, donde sólo cobran sentido las palabras y las notas sueltas, esa tarde huele a dulce de almíbar y a bizcocho. 

Guillermo está enamorado pero no se puede pronunciar. Su amor se bate en la cocina, a base de crema inglesa y merengue. Esa tarde de sábado Guillermo prepara un regalo embarazosamente empalagoso, tan dulce como una nube de feria. Vacía las peras y las funde en burbujas de caramelo. Serrat le va marcando el ritmo. Da su corazón como alimento. Blanquea cinco yemas de huevo en azúcar y añade leche perfumada con vainilla. Su corazón late pensando que bajará aquellos escalones y llamará al timbre de Blanca, sin excusa alguna. Y no sabrá qué decir. Y sentirá como la tierra le engulle por los pies y le chupa la vida, ante la mirada incrédula de ella. Guillermo remueve la crema sobre esa cálida llama y un escalofrío recorre su espalda al imaginarlo. Añade nata montada y las peras, en trocitos.  

Serrat, sentado en su cocina, le da una palmadita en la espalda, le reconforta y le recuerda que tiene un proyecto alado. Y que no lo puede dejar a medias.

"Boca que arrastra mi boca,
boca que me has arrastrado:
boca que vienes de lejos
a iluminarme de rayos.

Alba que das a mis noches
un resplandor rojo y blanco.
Boca poblada de bocas:
pájaro lleno de pájaros."


Cuando la charlota está en la nevera se sienta en su sillón de cuero. Sigue haciendo frío ahí afuera. Es ya tarde para bajar a ver a Blanca. Parece tarde, se intuye. No bajará. Ni siquiera se atreve a pensarlo. Ella abriría despeinada, con un niño colgando de su vestido y quedaría presa de amor al verle ahí, sencillo, descalzo, con esa charlota humilde que pide, al menos, un beso. No harían falta palabras. Ella sonreiría y puede que incluso aceptara el gesto, sin entender nada.

Pero en verdad la realidad es muy distinta. No hay bemoles para perpetuar ese plan loco. Esa noche saciará su pena fumando en el sofá, oteando las taras del techo y divagando amores no correspondidos. La charlota se enfría, igual que su anhelo.

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