Ayer leímos cuentos a los niños antes de acostarlos. El pequeño tiene su gracia, se lee a si mismo en árabe. No hay Dios que le entienda. No hace falta que digamos nada, vive en su mundo, es autosuficiente. Él mismo pasa las páginas. Comenta las ilustraciones en su dialecto extraño y exclama en español "¿Oh, no!" cuando la bruja de Blanca Nieves se despeña por la montaña. El mayor se queda en silencio y escucha cuando leemos. Luego, el ya conocido "Colorín colorado.." y él mismo responde a la vez que se tapa hasta la nariz "...este cuento ha terminado". Apagamos la luz y afortunadamente se quedan en la cama tranquilos, cogiendo el sueño.
Hace algo más de un mes, mientras me lavaba los dientes, un golpe seco y un
llanto. Por primera vez, el pequeño intentó fugarse de su cuna y no atinó bien la
distancia. Espachurrado contra el suelo y amortiguado por una cordial alfombra
verde de Ikea, me esperaba haciendo un poco la pena. Conclusión, mi bebé está dejando de ser bebé, le quedan días. Por eso, hemos transformado la cuna en cama. Antes fue
moisés en cuna. Ahora es cuna en cama. Luego cambiará de cama. Luego cambiará
de casa. Luego vejez y pastel de chocolate, y fotos, y dientes de quita y pon.
Y a chochear. Pero de momento va de cuna en cama. Sólo va de cuna en cama…
Por la noche música para dormir: Debussy, Chopin, mi gran amigo Mozart, en andante. En el
adagio de Marcello el primer bostezo, una maravilla, un deleite. ¿Qué puede
provocar a una mente tan verde un sonido tan sublime? Mariposas. Pájaros.
Hojas. Ramas. Cielo. Verde. Brisa. Galletas y helado de chocolate. Con Ravel, Berceuse sur le nom de Faure un segundo
bostezo, un suspiro. Pavane de la Belle
au Bois dormant le desmorona el cuerpecillo entre las sábanas frescas.
Antes risas, cosquillas. Canturreo. Luego sueño tranquilo. Y en ese espacio de
tiempo me pierdo en las esquinas de la habitación, en la cortina, en las taras casi imperceptibles de una pared. Reparo en todos los detalles. Pienso en cómo se transformará esa habitación de niño pequeño cuando lleguen a la adolescencia. Me horripila un poquito pensar en eso. Déjame disfrutar del momento. Todavía son mis cachorrillos de teta.
Mi
bebé grandote dormita en su cama nueva. Mi niño mayor tiene el sueño templado. Están a salvo en un mundo inestable.
Saben que su madre está a menos de dos metros y vigila. Están calentitos. El bebé con su conejo de peluche, su nana,
y su tete que succiona con fruición.
Por qué no tendrán todos los críos lo que tienen en este momento mis niños? Odio
pensar que ahí afuera hay niños con hambre, con frío, con
carencias. Cuando lo pienso, me levanto y acaricio a mi bebé, como si eso arreglara el mundo. Ese sentimiento hacia un niño tan
entero que se desprende de uno mismo, tan generoso, tan redondo, es real. Debería ser así en todas partes. Me
siento fuerte porque sé que a mi lado tienen ambos una vida despreocupada. Soy la sombra que les
acompaña cuando se preocupan, la gran mano de infinitos dedos, todos
mágicos. Soy la sonrisa que buscan. Mi hijo mayor me mira y espera un gesto en
mis comisuras que le calme. "Mamá, tú contenta?" me pregunta. "Sí, hijo, mamá está contenta". Y esas
palabras abren caminos, sosiegan su día. ¡Es tan simple!
Hoy
cenamos spaghetti con salmón fresco. Ayer judías verdes y hamburguesa de
conejo. Antes de ayer croquetas de espinacas y lentejas. Buf, hoy qué hago de cena?
He
estado picando mientras hacía la compra porque tenía la tensión por los suelos.
Mis extraordinarias napolitanas de chocolate. El empujón hacia delante, la
palmadita en la espalda, una brisilla en la nuca. Sin el chocolate ocasional no
logro calmar esa ansiedad enemiga que va y viene de vez en cuando por el exceso de actividades, de gestiones, de tareas, que llenan mis días. Con esa pizca de dulce todo se ve distinto, el carrito
va más recto, y compro con más cordura. Zumos con pajita, aceite de oliva y
yogures que no falten. Aguas con pitorrito para los niños. Lechuga y galletas
María. Toneladas de papel de WC y un paquete de chicles. Hoy sólo voy a por cuatro cosas. Paso desapercibida porque mi carrito no rebosa por los pasillos. El coche naranja veloz
por la carretera, la música alegrando el trayecto, el aire despeinando el
flequillo. Y en casa un poco de tecleo que deja huella, no debo perder la
constancia. Mi patrimonio. Una herencia de puntos y comas. Las palabras fluyen solas pero sólo un momento. A las cinco la rutina
se deja ver. Mi niño mayor sale del colegio, cansado, dando algo de guerra, y luego el pequeño, con sus
rizos deshechos y algo de calor de tarde, me espera impaciente en la guardería. Cuando me sorprenden en la puerta sus caras son un cuadro
precioso, digno de estar en el mejor museo de la ciudad. La sonrisa de ambos
asciende hasta las cejas cuando me ven llegar. Tengo que escribirlo para no olvidarlo nunca.
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