jueves, 10 de noviembre de 2011





12 de Noviembre de 1993

Es casi de madrugada. Estoy aburrida del mismo suspiro que viene de adentro para resignarme, tal vez para nada.  Diez segundos  perdidos en el espacio  tras el segundo suspiro y el sueño está al caer. Me acecha  aunque no estoy preparada. Se posa sobre mi párpado izquierdo como una mosca empalagosa pero lo combato para terminar de escribir unas líneas en estas dichosas páginas. Las palabras se tuercen. Los dieciocho años a veces son ambiguos y tediosos, errantes, metafísicos. Y dan pereza. Y me gusta pensar en ello porque me juzgo y por supuesto me compadezco. Soy un bicho raro como todas las adolescentes de ahí afuera. Por lo menos eso quiero pensar.  Que no soy un bicho raro aislado sino que hay una plaga de bichos raros obstruida por un tráfico hormonal muy pesado. Y luchamos por girar en la siguiente esquina, y por fin pasar página a una etapa más cómoda, si la hubiere.

Frente a mi, la gata ha fijado con sutileza sus faros azules. Permanece inmóvil, impasible, relajada. Seduce con su templanza. Cocó me cuenta que ha perseguido roedores y ha trepado cinco árboles. También, que se hizo rosca en un rincón del salón y nadie la advirtió. Que comió un poco de queso y dejó sus zarpas en el jamón de la cocina. Me habla dulce, ronronea. Le gusto.  Miaaaau. Ahora te pongo un aperitivo Cocó, dame un minuto, que no me centro, estoy demasiado curvada a la izquierda...

Los gatos de mi vida. He conocido un regimiento. Me rodean, siempre lo hicieron.  Hay un lazo invisible que nos une. Saben que pueden confiar en mí. Mi primer gato estaba hueco. Le encontré en el bosque, con seis años. Estaba oscuro y hacía frío con lo que pensé en llevármelo a casa y cuidarlo. Recogí un palo del suelo y lo pinché en él mientras los gusanos le devoraban. Pero eso lo descubrí al llegar a casa y acercarme a una luz. Creía que podía devolverle a la vida pero en ese momento mi madre, que daba la vuelta a su tortilla de patata en la cocina, soltó un alarido de loca mientras la tortilla se incrustaba en el techo. Entonces me di cuenta de que hubiera sido mejor dejar a ese pobre bicho descomponerse en paz en su agujero. Aunque mi intención había sido buena, esa noche me fui a la cama sin cenar.

Me voy a ensombrecer. Cierro.

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